Freddy Zambrano Jara, de siete años, está vivo por porfiado. Su padre, su madre y sus tres hermanos quedaron enterrados vivos bajo millones de metros cúbicos de tierra por el deslave de La Josefina.

 

Eso ocurrió hace tres meses. Freddy asistía a la escuela de Shishío y frecuentemente solía quedar en casa de sus abuelos, como aquel lunes. Le era encantador mirar desde lo alto el hermoso paisaje donde había nacido, con el río Paute en medio, entre gigantescas montañas.

 

También su hermano Gustavo estaba con él, pero el padre le conminó a bajar a la cantera, al pie del cerro Tamuga, donde vivía la familiia dedicada a explotar grava en una mina ajena.

 

Mimado por sus abuelos, se escondió para que el padre no le obligara a bajar a La Josefina para dormir en casa. Su porfía le libró de la muerte, como comprenderá más tarde, pues ahora parece indiferente a la magnitud de su desgracia, mientras corretea con otros niños.

 

Carlos Zambrano, fornido anciano de 82 años, es el abuelo. Su cara enredada en arrugas que cruzan por todas las direcciones adquiere agresiva expresividad cuando habla del episodio, mientras un riachuelo incontenible de lágrimas recorre por los senderos erosionados del rostro.

 

Fue una noche terrible. Hubo ruido de una gran tempestad, pero no llovía. El y Dolores, su mujer, corrieron al barranco para mirar el valle y se asombraron incrédulos por lo que contemplaron sus ojos: ya no estaban allí la casa de su hijo Carlos Alfonso, ni las viviendas de los vecinos, ni la enorme casa de hacienda, ni la tarabita para cruzar el río, ni el río... ¡Nada!

 

Después del estruendo la oscuridad envolvió al caserío donde hasta momentos antes alumbraban numerosos bombillos eléctricos, de tal modo que daba gusto mirarlos desde lo alto de Shishío o escuchar el bullicio entrecruzado de música de los receptores de radio que acallaban al río.

 

Por primera vez hubo tanto silencio en el lugar, en millones de años, y los vecinos de la zona empezaron a juntarse atónitos para interrogarse sobre lo sucedido, hasta encontrar una respuesta esdrújula implacable: ¡Catástrofe!

 

Nadie pudo conciliar el sueño aquella noche de espanto e impotencia y a lo lejos, en dirección hacia El Descanso, empezaron a chillar con su son lastimero las sirenas de las ambulancias, mientras el valle de las orillas del río Paute era un lago que crecía incontenible y sumergía bajo el agua decenas de casas, ahogaba a sus habitantes, sus ganados y sembríos.

 

Al amanecer del 30 de marzo, los campesinos volvieron a nacer en otro mundo: el cerro Tamuga se había desplazado para cerrar el cauce de los ríos Paute y Jadán con una nueva montaña interpuesta entre las lomas; el valle pintoresco, los prados fértiles, las casas de hacienda y viviendas de familiares y amigos, ya no estaban allí.

 

Era difícil convencerse de que la pesadilla fuese real y de que bajo la montaña nueva y en la profundidad del lago estuvieran sumergidos los Vázquez, los Zambrano, los Loja, los Carpio, los Guapisaca, los Pizarro y muchos más, a quienes ya no sería posible mirar a los ojos ni hablarles para siempre.

 

Tres meses después el viejo abuelo, ni su mujer, han encontrado resignación. Ella cuenta a gritos cómo su otro hijo, Alcides, que también trabajaba en la mina, escapó sobre una pala mecánica en dirección a El Descanso, mientras lanzaba silvidos desesperados para advertir que se venía la inundación.

 

Desde el último día de marzo Shishío se convirtió en un balcón para presenciar el insólito espectáculo telúrico. En principio fue la curiosidad por la magnitud del deslave y el represamiento y desde el primer día de mayo, cuando evacuó con violencia la mayor parte del agua, para mirar el nuevo paisaje, de destrucción y muerte, que reemplazó al milenario paraje familiar y hermoso.

 

El embalse del río Paute es turbio por las aguas contaminadas, en contraste con el espejo verde y limpio del Jadán, en cuya superficie son visibles las copas de los árboles de eucalipto muertos de pie, con el ramaje ennegrecido, víctimas de una de las tragedias mayores del mundo en los últimos siglos.

 

Carlos Zambrano, su esposa Dolores y el nieto Freddy miran todos los días con angustia el fatídico paisaje aparecido ante sus ojos y saben que en algún sitio, imposible de determinar, estará la ceniza de los esposos Carlos Alfonso y Luzmila, así como de los niños Gustavo, Fabián y Liliana, lo más amado que tenían en el mundo, como lo han comprobado después de que ellos desaparecieron de la faz de la tierra.

 

 

 

 

 

Junio 29 de 1993

Suscríbase

Suscríbase y reciba nuestras ediciones impresas en su oficina o domicilio llamando al 0984559424

Publicidad

Promocione su empresa en nuestras ediciones impresas llamando al 0999296233