La catástrofe de La Josefina puso a prueba la vanidad humana en las postrimerías del siglo veinte y demostró su insignificancia frente al poder inconmensurable de la naturaleza.

 

Engañosamente convencido de que es capaz de dominar la tierra y el espacio, el hombre de los actuales tiempos resulta ser, pese al avance de la ciencia y la tecnología, un ser casi tan indefenso e impotente como el más primitivo de sus antepasados, cuando debe enfrentar los desastres naturales.

 

El episodio hidrogeológico -de esos que sólo ocurren en lapsos milenarios-, tuvo dos etapas claramente definidas: la primera, desde el 29 de marzo, cuando se produjo la traslación del cerro Tamuga hacia el río, para interponerse entre las montañas laterales; y, la segunda, a partir del primer día de mayo, cuando casi 200 millones de metros cúbicos de agua represada escaparon del gigantesco dique.

 

La primera parte del drama telúrico empezó con la destrucción y muerte de cuanto fue sepultado bajo el cerro removido de raíces, para continuar con la inundación incontenible, aguas arriba, hasta que se colmara el gigantesco vaso geográfico de más de mil hectáreas.

 

Fue el proceso lento y continuo de llenarse el enorme recipiente, sumergiendo bajo el espejo de agua las obras públicas, viviendas, empresas industriales y cultivos, con una democrática e insensible distribución del desastre.

 

Las fuerzas de la naturaleza, a diferencia de la voluntad humana, actúan con implacable e irreflexiva equidad. Era impresionante observar cómo el agua se había convertido -eso mismo había sido desde diluviales tiempos- en elemento destructor por excelencia.

 

En forma imperceptible cubría lenta e imperdonablemente todos los espacios del paisaje. Había una agresividad paradójica en la mansedumbre con la que el líquido se remansaba mientras desaparecía bajo su quietud la vigorosa y policroma belleza de los parajes más pintorescos de las cercanías de la ciudad.

 

El agua, que constituye la mayor parte de la materia del planeta y de los seres vivientes, resulta ser además de principio fundamental de la vida, un elemento mortal sin límites.

 

El segundo acto de aquel drama telúrico decurrió con la rapidez y violencia de una expulsión: el agua represada de varios ríos, durante un mes, se abrió paso como un mar enfurecido preso entre las montañas, arrasando al instante cuanto aparecía en su camino.

 

Fueron oleadas de enloquecida agitación de millones de metros cúbicos de agua que, en un orgasmo infernal, generaban destrucción tierras abajo de la presa, en un espectáculo pavoroso e indescriptible.

 

La majestuosa solemnidad de los momentos culminantes del desastre creaba una inconsciente resistencia mental para aceptarla: había que esforzarse para discernir si aquello era la maqueta para un montaje cinematográfico, un sueño cargado de magnificencia o un acontecimiento real concreto.

 

La descomunal creciente dejó en escombros el valle del río Paute, como si por él hubiese atravesado una glaciación. El verde paisaje, con campiñas que competían en esplendor y hermosura, quedó convertido en un pedregal sobre el que yacían centenares de cadáveres, despedazados y arrancados de raíces, de los bosques de sauces, eucaliptos y frutales.

 

El griterío histérico y desesperado de los damnificados que contemplaban desde los refugios la destrucción de sus casas y propiedades, probó que aquello que la razón dudaba creerlo era un hecho real e irrepetible, que borró el paisaje, modificó la geografía y violentó la historia de pueblos que inesperadamente debieron plantearse una incógnita doblemente fatal: ¿Y nuestro pasado? ¿Y nuestro futuro?

 

 

 

Mayo 7 de 1993

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