El largo, estrecho y mudo apretón a la anciana le convenció de que no era un sueño. Junto a su madre, en el aeropuerto de Cuenca, el piloto Teodoro Mosquera Altamirano nació otra vez.

La odisea, que comenzó el lunes cuando el mal tiempo derribó en la selva el pequeño avión con cinco ocupantes, terminó al volver sano y salvo a casa, aunque conmocionado por la enormidad de la experiencia.

"Volaba a 4.500 pies de altura, con cuatro aborígenes shuaras a los que llevaba de Sucúa a Yaupi, en Morona Santiago, envuelto sin escapatoria por el mal tiempo, cuando de pronto caímos entre los árboles", reveló el piloto accidentado.

Una niña que viajaba en brazos del abuelo murió por el impacto; los demás se salvaron por los cinturones de seguridad: "Creo que se fracturó el cráneo, porque le sangraban los oídos, pero le tuvimos siempre cerca, esperando el rescate".

Acosado por comunicadores sociales, apenas respondió entre la multitud de familiares, amigos y hasta niños de la escuela Despertar que salieron a recibirle: flores, besos, abrazos, lágrimas y sollozos de felicidad marcaron el fin de la pesadilla y rectificaron noticias crueles, hasta con mapas de la catástrofe. El piloto había vuelto a pisar en tierra firme.

Moreno, curtido por el trabajo en la región amazónica, 38 años, 1.75 de estatura, parece no ser un sobreviviente del percance. Su rostro y su estado físico muestran un hombre recio, aunque a ratos la emoción ante sus seres queridos le traiciona y deja escapar, a pesar de las gafas oscuras, un brillo húmedo en los ojos.

Varios familiares revivieron el episodio de hace 22 años, cuando Francisco Mosquera Altamirano, otro piloto en la familia de seis hermanos, pereció en una prueba de entrenamiento en Brasil y se reunieron en el aeropuerto de Cuenca para recibir el cadáver.

Ahora el desenlace fue feliz. Los indígenas shuar, amos de la selva, le ayudaron a sobrevivir en condiciones inhóspitas tres días y tres noches. La selva es terrible siempre -recuerda- y tras abandonar el avión hicimos una covacha cerca, para refugio. No es aconsejable quedarse dentro del avión.

"Estuvimos angustiados, pero no perdimos la esperanza del rescate por las señales de socorro emitidas desde la nave. Comimos raíces conocidas por los shuaras, fideo que transportaban; bebimos agua de las hojas de los árboles y de los musgos empapados, y disponíamos de fuego".

Teodoro seguirá volando en el futuro: no puedo hacer otra cosa, expresa, seguro de que logrará convencer a sus hijos Carla, de 16 años, José Luis y Diana, de 11 y 7, que no paran de rogarle que abandone su riesgosa profesión.

Susana Avendaño, con quien contrajo matrimonio hace 17 años, nunca perdió la esperanza de tenerlo otra vez vivo: "mantuve la serenidad porque mi sexto sentido muy desarrollado tampoco me traicionó esta vez, a pesar de que llevaron en el helicóptero de rescate fundas de polietileno para los cadáveres".

Los vecinos felicitaron también al piloto y a sus seres queridos por el retorno del sobreviviente, que apenas tiene envuelto algodón y un esparadrapo en un dedo de la mano derecha, a pesar de que muchos le hicieron muerto. Es piloto comercial graduado en 1980 y tiene 1.800 horas de vuelo.

En dos ocasiones ha tenido pequeños percances y ha estado en peligro: una vez le estornudó el motor por la obstrucción de una basura y en otra tuvo que darse un panzaso.

Los familiares del piloto están agradecidos con la Organización de Pueblos Indígenas de Pastaza (OPIP) por la dedicación para buscar a los accidentados y hacen reparos al trabajo de los elementos militares.

 

Noviembre de 1994

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