En la vida de los pueblos ocurren episodios que no se repetirán jamás, pues obedecen a circunstancias que condicionaron el comportamiento de la sociedad en determinado momento.
En 1949 el sacerdote italiano Aurelio Pischeda, convencido del fervor religioso de los cuencanos, decidió regalar coronas de oro a las imágenes de María Auxiliadora y del Niño, veneradas en el templo de los salesianos.
La iniciativa encontró respuesta inmediata. En todos los templos de las provincias de Azuay, Cañar y Morona Santiago, la gente en lugar de centavos de limosna depositó sus joyas más preciadas para acumular los materiales y cumplir la promesa humana y divina: la Virgen María debía ser coronada con las joyas más valiosas de la tierra.
La joyería Guillermo Vázquez, contratista de la obra, encargó al maestro Julio Segovia Andrade el diseño de las coronas y el cetro de oro macizo. Era el orfebre más notable del Ecuador y de sus manos solo habían salido pulidas obras de arte. Por añadidura, ferviente católico, se entregó con pasión a elaborar el trofeo más hermoso de su vida.
La corona de la Virgen debía lucir tallada la trinidad divina, ángeles, escudos religiosos, emblemas de Cuenca y de la Iglesia e incrustaciones con 467 brillantes, 110 perlas genuinas, 45 esmeraldas y numerosos zafiros, rubíes y topacios. En parte muy visible debían colocarse dos diamantes de un gramo de peso cada uno, donados por Florencia Astudillo, dama convertida en leyenda por su fabulosa fortuna.
De estilo gótico, con varias puntas afiladas señalando el cielo, la corona de María luciría en lo más alto una estrella de perlas.
El sueño de los salesianos, del genial joyero y del pueblo católico de tres provincias del Ecuador se fue materializando lentamente y en un año y dos meses estaba convertido en realidad.
Siguiendo el diseño preparado por el maestro Segovia participaron en la fabricación Rafael Izquierdo, César Mosquera, Manuel Maldonado y Germán Ordóñez, haciendo fragmentos que los armó luego el gran artista.
Cuando la obra estaba terminada, el joyero y el empresario responsable de la ejecución no resistieron a la tentación de fotografiarse junto a la gran corona de la Virgen, custodiándola, para perennizar, como un tesoro, aquel instante impregnado de emotividad.
La fotografía, por añadidura, sería uno de los pocos testimonios del trabajo llamado a perdurar, pues la preciosa obra estaba destinada a desaparecer décadas después sin dejar un rastro.
"Es la obra de joyería más hermosa y de mayor valor que ha salido jamás de nuestra casa", asegura Guillermo Vázques Astudillo, dueño de la joyería afamada en el ámbito nacional, contratada para fabricarla.
El ocho de diciembre de 1950 fue la gran fiesta de la coronación, fecha que se grabó en la vida de más de treinta mil personas que presenciaron la imponente ceremonia religiosa en el estadio municipal de la ciudad que, entonces, no tenía más de 50 mil habitantes.
Cuando el obispo salesiano Domingo Comín bendijo e impuso las coronas a las imágenes religiosas, la multitud estalló en sollozos, aplausos, plegarias y gritos de júbilo, recuerdan aún los testigos de aquel acto.
Tallada en 1903 por Daniel Alvarado, la hermosa señora de largos cabellos castaños, enormes ojos oscuros y mejillas rosadas, sosteniendo al niño en brazos, pocas veces lució las costosas joyas con las que fue coronada.
Tanta cantidad de oro y piedras preciosas no podía arriesgarse exhibiéndola a diario y estaba destinada para mostrarla en las grandes celebraciones, por lo que encontró segura residencia en una caja fuerte del convento salesiano, donde permaneció protegida de los ojos codiciosos y sacrílegos de los mortales.
Pero el siete de diciembre de 1990 las reliquias desaparecieron. El párroco de María Auxiliadora, Alberto Enríquez, las había tomado en sus manos por última vez para colocarlas en las imágenes que debían exhibir las bellas galas al día siguiente, para conmemorar los cuarenta años de la coronación canónica.
Cuando al otro día el sacerdote entró en el templo muy por la mañana, los tesoros se habían esfumado y las imágenes tenían las cabezas desnudas. Durante toda la noche el templo había permanecido imprudentemente sin custodia y una rampa instalada para reparaciones, permitió acceso fácil a los ladrones que actuaron libres y seguros.
De la misma manera que aquellas joyas solo pudieron haberse concebido y realizado en determinado momento de la vida de Cuenca, el robo también solo pudo producirse cuando la sociedad vive convulsionada por la injusticia social, la crisis económica y moral.
Las coronas de la Virgen, del Niño, más el cetro, en oro de 18 kilates, pesaban dos kilos y 120 gramos. La mano de obra costó 12 mil sucres y el material empleado estaba avaluado en la época de la fabricación en 18 millones de sucres, que hoy serían muchos miles de millones.