Luis Humberto Sibri Yangari, escultor de santos rudimentarios en la esquina de las calles Pío Bravo y Luis Cordero de Cuenca, jamás pensaría que a los 46 años de edad perecería envenenado junto con su amante, dos hijos suyos y dos de ella, en un recóndito paraje que de un momento a otro se transformó en un macabro cementerio.

Tampoco pensaría jamás que su nombre y su muerte iban a ser motivo de comentarios y noticias en los medios de comunicación del país y aun del exterior.

El 18 de febrero, junto con María Rosa Cañar Uyaguari, con quien compartió la vida después de abandonar a su esposa, fue desde Cuenca en un bus rumbo al cantón Sígsig. Les acompañaron Manuel Fernando, de 14 años, y Jenny Soledad Cañar Uyaguari, de nueve, hijos de ella en un compromiso anterior, así como María Cristina, de tres años, y Luisa Verónica Sibri Cañar, de cerca de un año, hijos de los dos.

María Angeles Cañar, hermana de la amante, los había invitado para comer frutas de la propiedad de sus padres, en San Bartolomé, a donde era el destino del viaje. Pero no era una invitación cualquiera la que originarían la tragedia, pues todo estaba perfecta y meticulosamente planificado.

Alfredo Ramos, primer esposo de María Rosa Cañar, tuvo la iniciativa de invitar a Sibri con su amante y sus hijos al último paseo de sus vidas. Se hizo el encontradizo en el terminal terrestre de Cuenca y desde allí los acompañó en el bus de pasajeros, con su hermano Miguel Ramos y José Antonio Cañar, hermano de la conviviente.

El bus los dejó en el sitio La Unión, cerca de Sígsig, en las primeras horas de la noche. Desde allí caminaron rumbo a San Bartolomé. Alfredo, antiguo y resentido esposo, empezó por ofender verbalmente a María Rosa Cañar con duros epítetos, para provocar la reacción de Sibri, que colocó a los dos a punto de irse a las manos.

Con la intervención de los acompañantes amenguaron las virulencias e inclusive se brindó "a pico de botella" tragos de aguardiente Cristal del que se habían aprovisionado para amenizar el viaje.

Tras caminar un poco del trayecto, en un despoblado, Ramos extrajo una botella de Coca Cola para ofrecer a sus acompañantes. El veneno estaba mezclado con el líquido para aplacar la sed: primero brindó a su ex-esposa, luego al conviviente de ella y, uno tras otro, a los menores, alguno de los cuales inclusive se resistió a tomar al observar las inmediatas consecuencias que la bebida provocaba a quienes la ingirieron. Pero Ramos, colérico, obligó a tomar a todos los que él quiso que muriesen.

María Angeles Cañar, fratricida, pues participó en la planificación del crimen, relató luego sin remordimiento alguno a la policía que después de ingerir "se iban cayendo en el suelo y muriéndose cada uno".

Probablemente la bebida era ácido cianhídrico, pues las muertes se produjeron instantes después de tomar la Coca Cola, tras torciones de dolor y desesperación. Los seis cadáveres quedaron tendidos en la carretera que va de La Unión a San Bartolomé.

Cumplido su trabajo, Ramos afirmó haber mandado con el diablo a la mujer infiel, a su amante y a sus hijos, y extrajo un cuchillo para amedrentar a la hermana de la fallecida para comprometerla a que guardase permanente silencio sobre lo ocurrido.

Los cuerpos de los compañeros del paseo fueron arrastrados a un abismo de 300 metros de profundidad, para que desapareciera toda huella, pero probablemente la oscuridad impidió la perfección del crimen y no rodaron al fondo.

La noche era oscura y completa. Los cuatro personajes que consumaron la masacre retornaron hacia La Unión a la espera de un transporte para volver a Cuenca, pero en toda la noche no pasó un vehículo y amanecieron en la vía, planificando la distribución de las pertenencias de las víctimas. Al anochecer del 19 de febrero estaban de vuelta en el terminal terrestre, desde donde cada quien se fue a su domicilio.

Tres días después María Angeles Cañar, acompañada por su hermano Juan Antonio y el pariente Gonzalo Vázquez, engañaron al dueño de la casa donde tenía su taller el santero Sibri, para retirar sus pertenencias aduciendo que la conviviente iba a ser sometida a una operación en Guayaquil y debían devolver el local.

La policía, con las pistas de los familiares de Sibri y especialmente de su ex-esposa, husmearon las huellas de la sospecha, hasta capturar primero a la fratricida, luego a su hermano Juan Antonio y a Vázquez.

El día 24, Manuel Agustín Guazho Bermeo, campesino del sitio donde se cometió el crimen, vio a sus perros ensangrentados y uno de ellos devoraba el brazo de un ser humano. Sobresaltado, dio aviso al teniente político de San Bartolomé, que al otro día inspeccionó la zona guiado por los canes, hasta localizar aquel cementerio a la intemperie, con los cadáveres de los seis seres humanos.

La noticia causó revuelo a través de los medios de comunicación de todo el país e inclusive de las agencias internacionales que propalaron el crimen al mundo.

Los cadáveres permanecieron varios días a la espera de su identificación en la morgue del hospital regional de Cuenca, hasta que María Concepción Ortiz Sacta, la esposa de Sibri, llevada por una sospecha íntima al ver cerrado varios días el taller del escultor que fue su marido, lo identificó y dio con la pista que llevaría a descubrir toda la trama del episodio policíaco.

Los hermanos Ramos fugaron apenas los medios de comunicación dieron noticia del hallazgo de los cuerpos. Por la descomposición de los muertos, ni las autopsias ni los laboratorios de la facultad de Ciencias Químicas permitieron descubrir la volátil sustancia que acabó con las vidas de las seis víctimas.


 
Marzo de 1989

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