Desde varios años atrás los campesinos de Chicán no habían tenido oportunidad para escuchar los fluidos discursos de los candidatos políticos que, en tiempo anterior, cuando había elecciones, llegaban hasta el pequeño pueblito para recitar las más elocuentes promesas.  Ellos estaban acostumbrados a ese tipo de mentiras: les daremos escuela, mejores cosechas, agua potable.

 

Y habían sido engañados tantas veces que jamás dieron crédito a la propaganda del II Censo Agropecuario. ¿Que quieren conocer nuestras necesidades? ¿Que cuántos ganados tenemos? Seguro que el gobierno quería llevarse lo poco que quedaba en los campos.


El 23 de octubre de 1974, muy por la mañana, llegó junto a la escuela un carro provisto de equipos para proyectar una película. Los parlantes instalados sobre el vehículo rompieron la monotonía de los cerros y se impusieron sobre los trinos de los pájaros y los ladridos de los canes. ¡Eran los del Censo! Esos empleados del gobierno a quienes todos temían desde hace semanas. ¡No hay que ver la película! ¡No hay que dejarse censar! ¡Abajo el gobierno ¡ El vehículo regresó a Cuenca luego que al fin se pasó la película, pero quedaron en Chicán tres censadores y dos policías: el filme fue espectado únicamente por los niños de la escuela y no más de diez adultos.

 

Ingenuos, los campesinos no podían resignarse a perder lo poco que tenían y dejar que se llevara el gobierno. Optaron, entonces, por perseguir a los enumeradores y a los dos policías que los acompañaban. Con palos, piedras y gritos rabiosos y frenéticos, atacaron a las cinco personas que desaparecieron por un despeñadero, hasta caer a las orillas del río Paute. Desde aquí volvieron la vista hacia sus "enemigos" y éstos avanzaban: de lo alto hacían resbalar grandes piedras para aplastarlos.

 

Los policías, provistos de revólveres, no disponían de una sola bala para disparar siquiera al aire y amedrentarlos. Perdidos ya, los cinco optaron por lanzarse a las aguas en un intento por cruzar el río, pero solo llegaron dos a la orilla opuesta. Tras luchar hasta la muerte contra el caudal los policías Heriberto Jaramillo y Luis Peñafiel y el enumerador José Rodríguez Aguilar, fueron arrastrados irremediablemente por el turbulento Paute, iracundo en las últimas horas por el aumento del volumen con copiosas lluvias.

 

"Por fin les cargó el diablo a esos muertos de hambre" dijo una mujer, mientras lanzaba en dirección de las víctimas las últimas piedras. Otra vez, entonces, volvió a reinar el calmoso silencio rural sobre los campos negros, recién sembrados de maíz.

 

Francisca Granda fue una de las centenares de personas que participaron en el levantamiento contra los censadores. Armada de un "chicote para arriar perros" alentó a sus conciudadanos en la persecución contra los "ladrones", según confesó luego en el juzgado. Con la fe ciega   -como todos- de estar defendiendo el pan de sus hijos, agotó sus esfuerzos para sentar precedentes, a fin de que no trate otra vez de llegar nadie a Chicán con el pretexto de "queremos ayudarles". Defendía su pan y el pan de sus hijos, inclusive de aquel que llevaba en su vientre y para quien quería asegurar un poco de futuro.

 

Pasaron algunas horas desde la persecución, cuando la Francisca bajó al pueblo en busca de algo para brindar a su esposo, José Fidel Bermeo, que acababa de llegar de la costa. Un grupo de sombras, moviéndose y acercándose a ella, le permitió ver el brillo de los cascos de los soldados que la interceptaron el paso y le capturaron grotescamente. Una tempestad de toletazos y puntapiés le cayó sobre el cuerpo, dejándola apenas advertir de lo que se trataba: estaba en manos de la justicia.

 

Junto con varios chicaneños fue transportada en un patrullero hasta el cuartel de la policía de Cuenca, lugar en donde purgó, con sobra, el crimen de su ignorancia, por desconfiar de los empleados del censo. En pocos días purgó por toda la vida, de la misma manera que todos los 26 detenidos por los hechos de Chicán, al caer presas del odio, la represalia, el furor satánico de los investigadores, que desfogaron la venganza por la muerte de los policías en el retorcerse de las víctimas de sus torturas salvajes.

 

El 24 de octubre -al día siguiente de los hechos que originaron su detención- , la Francisca fue transportada en un vehículo hacia un lugar desconocido. Solo había oído decir que era "el número tres", probablemente un retén fuera de la ciudad. Golpes, puntapiés, fueron el lenguaje con el que la interrogaron, lenguaje convincente que no admite negación, discusiones ni justificaciones. Tenía que decir que mató a los policías.

 

Le juntaron los dedos pulgares de las manos y los ataron fuertemente unidos tras la espalda. Entonces, un hombre con camisa colorada, según relató más tarde la Francisca, desfogó contra la pobre víctima toda la cólera que puede fermentarse en un espíritu deshumanizado, mientras gritaba: "confiesa que mataste". Ese era un agente del SIC, siglas que corresponden a una institución policial que utiliza para sus investigaciones los recursos más eficaces para ordenar al presunto culpable que confiese lo que se desea que confiese. ¡Cuántos inocentes se verían obligados a declararse culpables por el rigor de tales investigaciones! ¡Cuántas personas inocentes quedarían inválidas, después de caer en las fauces de los salvajes procedimientos policiales ecuatorianos!

 

Los 26 chicaneños fueron tratados criminalmente sin distinción de edad, sexo, sin consideración alguna, entre el 24 y el 25 de octubre. El día 26 el subprefecto Jorge Padilla Landázuri, jefe del SIC de Cuenca, envió el parte respectivo al comandante de policía del Cuerpo Azuay número 6, prefecto Marco Alomía Moncayo, dando cuenta de los resultados obtenidos.

 

Hacia el final del oficio apuntaba: "CONCLUSIONES: Por las investigaciones realizadas se tiene como conclusión que este hecho fue una reacción colectiva de la población, ya que su pensamiento fue que les quitarían sus tierras y ganado, pensamiento que había cruzado por sus mentes por falta de instrucción, ya que la mayoría de la gente de Chicán son analfabetos. Adjunto al presente remito a usted las declaraciones receptadas a los investigados y entrevistados, las mismas que han sido tomadas en presencia de los testigos que son el señor Alberto Crespo Encalada y la señorita Bertha Alvear, particular que doy a conocer para los fines consiguientes".

 

El párrafo transcrito permite comprobar que el jefe policial reconoció que los campesinos obraron en su defensa, en defensa de la propiedad privada. ¿Tienen ellos la culpa de su ignorancia? Su móvil no era matar por placer salvaje, sino retener para sí sus pertenencias, su tierra, su ganado, que forman parte de su naturaleza de seres campesinos. El hombre de la ciudad solo se acuerda de ellos cuando los necesita, si su presencia numérica significa un triunfo electoral. Y se los engaña, se los convierte en seres cada vez más desconfiados del hombre de oficina, del militar, del policía, que son para ellos los monstruos que los explotan, que los roban, que los menosprecian.

 

¿No deja, acaso, de tener alguna justificación la actitud de los campesinos? Injusta es la actitud hacia ellos, a quienes los hombres de la ciudad miran como a seres inferiores y los menosprecian, los acomplejan y humillan. Al campesino le están cerradas casi todas las puertas. ¿No tienen derecho para cerrarnos alguna vez la puerta de su casa?

 

Por eso, los chicaneños que cayeron en manos de la policía y fueron martirizados, jamás comprenderán el porqué de su desgracia. Ellos se defendían, no eran criminales. El mismo parte policial reconoce que el móvil de su reacción brutal fue la ignorancia.

 

El martes 29 de octubre, luego de constatar que todos los detenidos -hombres y mujeres- presentaban huellas de agresión brutal, dos periodistas llegaron ante el comandante de policía Alomía Moncayo a preguntarle por el trato que recibían los detenidos de Chicán.

 

El jefe policial, entre adusto y algo sonreído, con un bigote espeso, cerdoso y un tanto rubio, se limitó a decir: "el trato que se da a todo ciudadano detenido". Los interlocutores del comandante eran la periodista Gloria Jiménez de Quito y el autor de este reportaje.

 

Hombres y mujeres, todos fueron torturados en los calabozos; se llegó al extremo de que el 31 de octubre un cabo de apellido Muñoz, al conocer del hallazgo de los cadáveres de los policías, luego de nueve días de exploración por el río Paute, asomó como un poseso del demonio ante la sindicada Granda y la inculpó del asesinato. Ella estaba embarazada y rogó al policía que la compadeciera por su futuro hijo. Ya había aguantado bastante desde varios días atrás... Sin embargo, como si hubiese delatado una debilidad, el agente redobló su cólera y la dio de puntapiés por el estómago, la cintura, las piernas, hasta dejarla tendida y retorciéndose de dolor sobre el piso del inmundo calabozo que pronto comenzó a mancharse con sangre.

 

En los folios 49 y 50 del juicio número 257- Ch, en el juzgado II del Crimen del Azuay, a cargo del abogado José Serrano Aguilar, la Francisca, refiriéndose al trato que recibió en el SIC, indica: "Que en la pesquisa le pegaron diciendo que la deponente ha muerto a los policías y para comprobar su aseveración demuestra al juzgado manchas violáceas en el hombro izquierdo y músculo tríceps de la pierna derecha. Que la deponente al momento actual y por la acción de los golpes recibidos arrojó el feto en el servicio higiénico del cuartel de policía y se encuentra con hemorragia, por lo que pedirá a la directora de la cárcel le haga atender".

 

Francisca Granda, ni su abogado, ni nadie, nunca comprobarán que en la policía le arrancaron salvajemente de su vientre el fruto de su sueño sencillo, destinado a ser conciencia y vida. Naturalmente, la institución policial jamás haría nada para probar semejante crimen, más repudiable que aquel que supuestamente cometieron la misma Granda y los chicaneños el 23 de octubre.

 

La directora de la penitenciaría, una religiosa anciana, autorizó dialogar con la Francisca Granda el sábado 7 de diciembre: aún sufría agudos dolores en el vientre y tenía inmovilizados varios dedos de las manos. Nerviosa, entre lágrimas, relató cómo la martirizaron e informó que "la madrecita no quiso que me haga ver lo del aborto con un médico diciendo que ya estoy dura".

 

"Los primeros días que me trajeron al Buen Pastor pasé acostada, no en la cama, sino en los rincones y en un tablado que hay atrás. Me daba vergüenza de la monjita y no me iba a la cama. Ahora también tengo vergüenza porque no puedo planchar rápido con estos dedos que están tiesos después de lo que me colgaron en la pesquisa".

 

Francisca Granda tenía entonces 44 años. Un hijo suyo, Luis Bermeo Granda, cayó también preso, pero salió en los primeros días de diciembre, junto con otras diez personas que probaron su inocencia luego de ser vejadas por los policías. Su otro hijo, de seis años, José Fidel -el nombre del padre-, había permanecido encerrado cinco días a raíz del levantamiento de Chicán y las capturas. "Seguramente pensó que era el fin del mundo", dijo su madre.

 

Las declaraciones de otras mujeres de Chicán torturadas por la policía demuestran que el Servicio de Investigación Criminal era propiamente un Servicio Criminal de Investigación. Además, las investigaciones resultaban jurídicamente nulas, "pues se trata de informes logrados en las condiciones más bestiales, obligando a los presuntos culpables a declarar en su contra", según el juez que ventiló el caso.

 

María Tránsito Gómez Rocano , según el proceso, "al darle lectura de su declaración rendida en la pesquisa y que consta en el folio 35, dice que no ha dicho lo que allí consta o supone que cuando le hicieron desvestir en esa oficina, le ataron los dedos pulgares hacia atrás y golpearle fuertemente, puede que haya dicho algo, pero propiamente la declarante, en razón de que no tuvo intervención en los hechos, no tenía porqué decir falsedades. Que la dejaron "lluchita" como vino al mundo y que allí le decían   que declara, declara, colgándola de sus dedos".

 

María Laura Paucar Bueno, "al darle lectura a su declaración rendida en la oficina de Investigación Criminal del Azuay, manifiesta que no recuerda nada, porque le golpearon mucho y no respetaron a su persona,. que solo le faltan 15 días para dar a luz... Que repite tanto que le pegaron no recuerda nada lo que dice o mejor dicho está escrito en su anterior declaración".

 

Magdalena María Maurat Arízaga, dice "que en la pesquisa le dejaron como Dios le había bajado al mundo, quedando inconsciente por los golpes recibidos, es decir por la pegada que le hicieron"

 

Diciembre de 1974

 

*Los campesinos fueron absueltos.   Su abogado defensor fue José Cordero Acosta.   Este reportaje fue premiado en un Concurso Nacional promovido por la Unión Nacional de Periodistas del Guayas al igual que el que sigue sobre las drogas.

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