Es hora de que las mujeres, conscientes de su identidad como personas y ciudadanas libres, compitan por el derecho a ocupar el sitio secularmente reservado a los maridos. ¿Se podrá objetar que, por la condición de mujer, una dama no es capaz de gobernar?
Cuando empezó a declinar la buena estrella que lo había encumbrado al poder omnímodo, le asaltó la candorosa idea de solicitar apoyo a la corona española para reconquistar el feudo que él mismo había fundado como país independiente con el nombre de República del Ecuador. La irrisoria propuesta, que no llegó a prosperar, reavivó el fervor cívico de las naciones liberadas por la espada de Bolívar, resueltas a enfrentar la amenaza de recolonizarnos.
Se ha empleado la palabra feudo porque era el territorio que el general Juan José Flores estimaba suyo en el proceso de repartición de la herencia bolivariana. Era el dueño absoluto y lo gobernaba apoyado en tropas incondicionales. No toleraba la oposición y reprimió brutalmente la libertad de pensar. Uno de sus comandantes, el negro venezolano Otamendi, sembró el terror con infames tropelías.
Pero el tirano disponía también del favor de los círculos de mayor influencia económica y política, a los que se había vinculado gracias al matrimonio con Mercedes Jijón, cuya familia pertenecía a la aristocracia criolla, heredera de las glorias del 10 de agosto de 1809. Ligarse mediante matrimonio con una dama que perteneciera a las clases dominantes era un cálculo estratégico para triunfar en la política. El propio mariscal Sucre se había casado por poder con la marquesa de Solanda, de una familia acaudalada e influyente, antes de que un balazo impidiera su avance a Quito para consumar el matrimonio y hacerse cargo del Distrito del Sur de la Gran Colombia. Flores no ha estado libre de sospecha en el crimen de Berruecos.
Similar fue la obsesión del guayaquileño Gabriel García Moreno, hijo de un extranjero avecindado en el puerto, Gabriel García Gómez, un español venido a menos, y de Mercedes Moreno, orgullosa de parentescos clericales. Según cuenta Benjamín Carrión en la apasionante biografía El Santo del Patíbulo, el joven García Moreno, quien había ido a estudiar en Quito en goce de una beca se dio modos para frecuentar la casa presidencial, en donde al cabo de poco tiempo estaba enamorado de Juana Jijón, la más joven cuñada de Juan José Flores. Pero al enterarse el mandatario de ciertas indiscreciones del joven pretendiente, lo echó a la calle a puntapiés, truncando la aspiración de ingresar a la casta gobernante.
Más tarde, en 1846, frisaba en los 21 años cuando contrajo matrimonio por correspondencia con Rosa Ascásubi y Matheu, de 38 años de edad, una dama enferma, de ponderada fealdad, mucho mayor a él, pero poseedora del mérito indisputable de ser hermana de los Ascásubi, sobre todo de Roberto y Manuel, vicepresidente, este último, y luego presidente de la República. García Moreno la tuvo por esposa, casi sin hacer presencia hogareña, hasta 1865. Ese año, ella se agravó de su extraña e incurable enfermedad, quizás hereditaria. En 1861, el esposo había sido designado presidente de la República por la Asamblea Constituyente presidida ´por Flores, con quien se había reconciliado, y acababa de terminar el período presidencial. Esta vez permaneció muy pensativo junto al lecho de la enferma, de cuyo apoyo ya no necesitaría para plasmar sus futuras ambiciones. El facultativo había recetado unas gotas de láudano para aliviarla. Pero alguien -no se llegó a saber quién fue- le administró todo el contenido del frasco; esto es, una cantidad suficiente para matar una yegua, según declaración del médico tratante. García Moreno continuó manejando despóticamente el país hasta caer asesinado en 1875, al pie del palacio de gobierno.
Las nobles damas aquí recordadas constituyen un ejemplo del papel discreto y secundario que la tradición le asignaba a la mujer en momentos cruciales de la historia. Desde entonces, ha transcurrido mucho tiempo y aquella arbitrariedad debe superarse. Es hora de que las mujeres, conscientes de su identidad como personas y ciudadanas libres, compitan por el derecho a ocupar el sitio secularmente reservado a los maridos. ¿Se podrá objetar que, por la condición de mujer, una dama no es capaz de gobernar? La respuesta corresponde a la sociedad en su conjunto. Una dama podría encargarse de arreglar, en este país, aquello que durante casi dos siglos han desarreglado los varones.