El maestro e intelectual nacido en España hizo vida, destino y familia en Cuenca. Aparece, octogenario, en la biblioteca que tenía en su residencia en el barrio de Monay. Falleció a 13 días de su 103 cumpleaños.

El español Silvino González Fontaneda, último viviente de los fundadores de la facultad de Filosofía de la Universidad de Cuenca en 1952, falleció en esta ciudad el 30 de agosto, a doce días para cumplir

Admirado por su sabiduría enciclopédica, conversación torrencial, humor irreverente, su capacidad para educar a la juventud en las aulas y fuera de ellas, con su propia pedagogía, sobrevivió a todos los iniciadores de la facultad universitaria y a muchos alumnos.

Nacido en Burgos en 1921, licenciado en Filología Clásica por la Universidad de Madrid, andaba por algún lugar de La Mancha cuando se enteró de que Francisco Álvarez González, también español, organizaba la facultad de Cuenca. Entonces presentó su oferta de servicios, por escapar de la dictadura sangrienta de Franco que tenía sumidos en pobreza y terror a los españoles.

Diez y ocho días demoró el barco desde Gibraltar, por las Islas Canarias, la Guaira y varios puertos del tormentoso mar Atlántico, hasta llegar por Panamá al apacible Pacífico, la isla Puná y Guayaquil, a inicios de enero de 1953. “Fue de noche cuando dos españoles nos dieron la bienvenida en la ciudad calurosa, donde me asombraron las casas de caña y los grillos que tupían de negro los soportales, pero al otro día todo era felicidad y alegría”, recordaría de semejante aventura muchos años después.

El viaje de Guayaquil a Cuenca fue por avión, pues aún no estaba en servicio la carretera directa y los viajes por tierra alternaban con tramos de ferrocarril, lo que habría provocado retrasar las clases de latín y griego que venía listo a dictar “con el horario criminal de las siete de la mañana”.

La facultad de Filosofía había sido la novedad cultural en la Cuenca de entonces y muchos se habían matriculado para engrosar filas en la intelectualidad de la ciudad saturada de poetas: “Era como un circo con ciento veinte alumnos curiosos que se fueron desbandando en huida del latín, el griego y las demás asignaturas que debían aprobar obligatoriamente”, comentaría el maestro luego de jubilarse.

Los profesores ecuatorianos de la naciente facultad fueron Gabriel Cevallos García, Francisco Estrella y Hugo Ordóñez, reforzados por los españoles Luis Fradejas, Francisco Álvarez y Silvino González, que acabó doctorándose en Filología, luego de aprobar las asignaturas de historia del Ecuador y de América y revalidar otras. Entre los alumnos recordaba a Dora Canelos, Alejandro Serrano Aguilar y Hernán Cordero Crespo, personas de notable prestigio cultural, graduados ya en otras profesiones.

El doctor Silvino –así le trataban los alumnos- gustaba recordar anécdotas de su experiencia docente. Después del primer examen de Latín, un doctor Espinoza lideró una protesta por las bajas notas, que demostraban la mala calidad y la falta de método del profesor, respaldándose en la “curva de Gaus”. Al recordar el episodio, Silvino soltaba su estruendosa carcajada para comentar que tratándose de curvas sólo las tienen muy desarrolladas las mujeres.

Silvino en tiempos de activa presencia en la vida cultural y social de Cuenca.

Izquierda, primero a la derecha, en un brindis, a cuyo lado aparece Rafael Galiana, otro español docente de la facultad de Filosofía. Derecha, en una recepción, es el primero al fondo. En la mitad Alejandro Serrano Aguilar, alcalde de la ciudad en los años 70.

Pero aprendió la lección y a partir de entonces fue generoso al calificar los exámenes. Años más tarde, docente en una universidad de los Estados Unidos, los alumnos le protestaban por ser muy bondadoso al calificar el rendimiento. Sus asignaturas eran latín, griego, semiótica, gramática histórica, literatura clásica, francés, italiano y otras relacionadas con la lingüística.

 Silvino emprendía caminatas por zonas montañosas del Azuay. Gustaba hablar de sus aventuras por la ruta de Matanga, entre Sígsig y Gualaquiza, donde al parecer es esta foto, el en medio de dos amigos que le hacen compañía. 

También fundador del colegio universitario Fray Vicente Solano, anexo a la facultad de Filosofía, contaba sus anécdotas: el consejo directivo integraban todos los profesores, porque eran tan pocos. El rector universitario Gabriel Cevallos García pregonaba que sería un vivero de experimentación de los graduados en la facultad y propuso se lo llamara Minerva, en homenaje a la diosa de la Sabiduría. Entonces Francisco Estrella, hombre de tajante humor, con rostro adusto, sentenció: “el colegio se llamará Fray Vicente Solano, y punto”. Y desde entonces y para siempre, quedó así bautizado el plantel.

Los profesores se repartieron las materias. Francisco Álvarez dictaría gimnasia y patinaje en un patio prestado por el Centro Agrícola en la calle Luis Cordero, frente a la Policía; Silvino las clases de Botánica y sin olvidar la indisciplina de los alumnos, con humor los llevaba a la colina de Turi a mostrarles la naturaleza. Alguna vez dio el deber de que le trajeran una planta fanerógama y otra criptógama. Los jóvenes tardaron hasta asomar arrastrando dos árboles, en medio de la algazara, a la que aprendió a sumarse.

Silvino se convirtió en un cuencano de razón y de corazón, adaptado a la vida y tradiciones del lugar y su gente, así como a las charlas en La Escuelita, cantina en las calles Luis Cordero y Sangurima, donde aprendió que “beber es relacionarse”. Los discípulos del plantel bohemio eran intelectuales selectos y alguna vez el profesor Fradejas le llamó al orden por ir con sus alumnos. Su respuesta fue “que se dejara de pendejadas”. Algo que le llamó la atención una madrugada, al salir de aquel reducto, fue cruzarse con el Rosario de la Aurora, procesión de beatas entonando canciones a la estatua de la Virgen del templo de Santo Domingo. También le llamó la atención la doble moral de gente pudiente que regalaba monedas a los mendigos los sábados, en el parque central, pidiéndoles centavos al cambio de los sucres.

Y también le sorprendía que algunos compañeros de aquel bebedero empezaran por jactarse de sus ancestros españoles, pero conforme se pasaban en copas, culpaban a los españoles por la conquista y el robo de oro en las minas. “Yo me reía, pues cuando vine ya no había el oro”, les respondía. Además, se confesaba hombre de izquierda.

Afincado de por vida en Cuenca, Silvino González Fontaneda aquí hizo morada y familia. En 1955 contrajo matrimonio con Martha Corral Moscoso, con quien tuvo los hijos Fernando y Catalina. La esposa murió en 1960 y el viudo hizo segundo matrimonio con Lucía Jaramillo Crespo en 1962, con quien tendría sus hijos Pablo y Jimmy, y enviudaría otra vez en 1997.

En 1990 se jubiló en la Universidad y se dedicó a disfrutar de la lectura de todo lo que podía de literatura, filosofía, física y otras especialidades científicas. Gustaba de las caminatas y navegar por la internet, durante el tiempo “que sobra para no hacer nada”, decía entre el sarcasmo y el humor existencial, como decía ser católico, pero blasfemo, porque lo bautizaron. Silvino era un sabio, pero apenas dejó escritos textos de temas académicos como una Gramática de Latín, y visiones socráticas sobre el mundo y la vida, en entrevistas en medios de comunicación de Cuenca, su ciudad entrañable.

Pocas veces regresó de visita a España, donde tampoco le quedaban más familiares que la hermana mayor, monja, y un hermano menor, casado y sin hijos. Ambos murieron antes que él.

El último viviente del tiempo fundacional de la facultad de Filosofía, maestro admirable, se fue sin los honores que debía rendirle en vida la Universidad de Cuenca. Falleció el 30 de agosto de 2024. Años antes, al preguntarle si temía a la muerte, aseguró no temerla, pero sí a la nada: “la percepción de la nada provoca una angustia existencial. La nada es algo terrible, es nada. Prefiero mil infiernos antes que la nada…”


Un hijo le dice adiós…

Fernando González Corral, hijo de Silvino, despidió a su padre en el camposanto con una breve semblanza del personaje, quien había quedado huérfano de padre a los 12 años, lo que le llevó a asumir difíciles circunstancias, como hombre mayor de la familia.

“Encontró en Cuenca –dijo- un nuevo hogar, hizo buenos amigos y exploró Ecuador y los países vecinos. Pero pronto enfermó mi madre, y al cabo de poco se quedó solo, con dos niños a su cargo. Caty con apenas tres años, y yo, de 11 meses. A los pocos años, se casó con Lucía Jaramillo, madre de mis hermanos Pablo y Jimmy.

La búsqueda de nuevos mundos de mi padre nos llevó a Estados Unidos, en donde ejerció la docencia en la universidad de Idaho. Al cabo de unos seis años, retornamos a Ecuador, por el quebranto en la salud de Lucía, que duró muchos años. Aquí nos crio a pulso, cumpliendo casi siempre los roles de padre y madre. Fuimos objeto de muchos de sus experimentos culinarios y potajes, a los que por suerte sobrevivimos.

El estudio y la docencia fueron para él su realización y su escape. Su apego al método socrático para buscar la verdad, matizado por un muy agudo y punzante sentido del humor, lo conocían y disfrutaban alumnos, colegas y amigos.

Siempre buscó inculcarnos, con notable éxito, el amor por la lectura. Invariablemente, le hacíamos una pregunta, y como respuesta, recibíamos uno o varios libros. Se jubiló a los 70 años, pero siguió su vida de estudio de los temas más diversos. Su curiosidad siempre fue insaciable. Siguió viajando, ahora con mayor libertad. Disfrutó mucho de su casa en la playa. Especialmente disfrutaba de los inevitables arreglos y mejoras, en los que yo era su obligado, por no decir forzado asistente.

A finales del siglo pasado enviudó por segunda vez. Hasta hace unos pocos años, se conservó vital y lúcido, disfrutando de la vida en familia y de sus libros. Durante toda su vida, lo que le caracterizó fue el permanente hablar. De todo lo humano y lo divino. Sin embargo, no compartía sus preocupaciones o su dolor, que los guardaba para sí. Ante la pregunta del porqué, decía lacónicamente que la procesión se lleva por dentro. No era amigo de las palabras de afecto, pero a su manera, con su entrega permanente, nos hacía saber cuanto nos quería.

Adiós padre, te recordaremos siempre, eres parte de nuestro ser. Ten presente que solo muere aquel que es olvidado”.

 

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