La supuesta alianza entre movimientos de izquierda con fines puramente electoreros, de cuño mercantilista… No se acierta a saber en mérito de qué se atribuyen el apelativo de izquierda tiendas políticas cuyo siniestro pasado, no muy lejano, abochornaría a la derecha más recalcitrante
Nos hallamos de forma casi inadvertida en un proceo electoral que pronto debería marcar el devenir de la nación, si realmente fuéramos nación y no un ruinoso mosaico de estampas regionales. En medio de la apatía a que nos han habituado sucesivos regímenes blandengues, carentes de sustentación doctrinaria, se anuncia la reagrupación de movimientos políticos que volverán a convertirnos en caldo de cultivo para otro ensayo destinado a perpetuar el desencanto.
Quienes hayan tenido la fortuna de vivir para contarlo, recordarán convocatorias que antaño encendían la pasión política y despertaban el fervor cívico alrededor de ideas sustentadas en discursos persuasivos por dirigentes carismáticos, de una u otra posición política, que garantizados por una perseverante militancia procedían a dar forma a los proyectos y promesas. El partidario estaba dispuesto así a jugarse por entero en favor de quien lo representaría en las funciones del estado, aunque luego de la elección saliera defraudado. Era el fervor que desbordaba en las calles apoyando el triunfo de una u otra de las tendencias vigentes desde finales del siglo XIX, amparadas bajo las banderas de la izquierda o de la derecha.
No es hora de añorar tiempos pasados, sino de recordar que había por entonces una clara definición que enfrentaba en la lid electoral a dos posiciones, relativamente antagónicas, entre quienes defendían el statu quo para conservar prerrogativas e intereses y quienes propugnaban la transformación radical del estado en beneficio de todos los habitantes, en especial de los sectores marginados. Mientras duraba la contienda, se mostraban como posiciones irreductibles; luego del triunfo, terminaban casi siempre concertando en el ejericio real del poder, so pretexto de la gobernabilidad.
Fuera de esta linde identificadora, no faltaban candidatos de último momento que aspiraban a terciar en la contienda con el fin de probar fortuna, asegurar futuros acomodos o cobrar fugaz notoriedad, en una suerte de calentamiento deportivo. Se los calificaba con el gracioso mote de chimbadores, voz cañari referida a lo que está al otro lado, a la otra orilla, según anota Alfonso Cordero Palacios en “Léxico de vulgarismos azuayos”; es decir, no eran candidatos ni de aquí ni de allá, más o menos como la india María.
Ahora bien, a estas alturas del partido es necesario reconocer que los tres recientes regímenes no surgieron del triunfo en una confrontación política, dígase de una pugna entre posturas ideológicas, sino de victorias obtenidas entre candidaturas chimbadoras, a las cuales estorbaba u obnubilaba, en la última jornada preelectoral, la imagen esperanzadora y bien definida de Fernando Villavicencio, por cuya razón había que sacarlo de escena y, sin titubear, lo hicieron con los pies por delante.
Hasta el momento de garabatear estos seis párrafos, el panorma se entrevé igualmente desolador y confuso, clara señal de que estamos a las puertas de volver a lo mismo. Nombres no faltan, se dirá; al contario, sobreabundan. No es suficiente ni tranquilizador que los probables aspirantes al poder vean en la corrupción y en el crimen organizado los supremos males de la República, porque equivale a descubrir de qué pie cojea el cojo que camina arrastrando con dificultad el pie izquierdo.
Aún no ha surgido alguien en quien se pudiera confiar, sin riesgo de naufragio, la conducción de la nave del estado; etimológicamnte, eso significa gobernar. Un ejemplo reciente ilustra este recelo: la supuesta alianza entre movimientos de izquierda con fines puramente electoreros, de cuño mercantilista. No se acierta a saber en mérito de qué se atribuyen el apelativo de izquierda tiendas políticas cuyo siniestro pasado, no muy lejano, abochornaría a la derecha más recalcitrante. Esta deslegitimación no obra en beneficio de un país de baja densidad poblacional, dotado de ricos valores intangibles y dueño de recursos materiales suficientes que, manejados en forma escrupulosa, podrían convertirlo en potencia regional. Mientras no se escuchen voces anunciadoras de radicales transformaciones, continuará en trance de desvanecerse el derecho a soñar en una nación capaz de encontrar su identidad y de erradicar para siempre la mendacidad y la mendicidad. Si ello no ocurriera, en pocos meses correremos nuevamente el riesgo de echar suerte sobre una lista de ilustres e improvisados chimbadores.