por: Ángel Pacífico Guerra
La turbulenta campaña electoral vale analizarla por sus resultados, sin la pasión de la disputa. El triunfo imprevisto del joven que ganó la Presidencia contradice eso de que más vale lo malo conocido, que lo bueno por conocer. El electorado corrió el riesgo, hostigado de políticos indeseables camuflados en las papeletas
El nuevo panorama político plantea mirar cautelosos el futuro, como desde lo alto de una pirámide: el cambio. Ya no más la prepotencia, la corrupción, el autoritarismo y la impunidad. La paz, la seguridad, la justicia, el buen vivir, la tolerancia, el respeto al pensamiento ajeno, son la urgente y suprema aspiración.
La lección es para todos, más para los líderes que, generalmente, han encontrado vanidosas explicaciones de sus triunfos y agresivas respuestas en las derrotas. La pelea es peleando, pero al fin de la lucha es honorable estrechar las manos sin hipocresía, vanagloria ni rencores. En la contienda reciente –contienda, pues hasta un candidato fue asesinado-, la voluntad mayoritaria reclama el fin de revanchas y amenazas. Ojalá esto acogieran quienes se creen destinados de por vida al poder, no por patriotismo, sino para aprovechar los beneficios mal habidos en el ejercicio del poder público. ¡Tantas escandalosas evidencias presenció el Ecuador en los últimos años!
No vayamos por rodeos: el ex presidente Rafael Correa lidera una organización política de enorme respaldo popular, pese a las sentencias judiciales por las que está prófugo. En las elecciones de 2021 y 2023 sus candidatos presidenciales llegaron a segunda vuelta y los bloques legislativos más numerosos son de su tendencia. Es, pues, personaje influyente en la política nacional y llamado está también a asimilar los resultados electorales. Su movimiento –Revolución Ciudadana-, cuyas siglas “coinciden” con sus nombres, parecería desgastarse, precisamente, por el personalismo autocrático con el que es conducido. Él decide quiénes serán sus candidatos y cómo actuarán los que triunfan.
Su movimiento respetable, como todos, requiere cambios para acoplarse a las nuevas circunstancias de la vida nacional y hasta de su tienda política, que no es propiedad suya. La discrepancia interna ha surgido tras las dos últimas derrotas presidenciales, en contraste con triunfos en las votaciones legislativas y de dignidades seccionales en las más populosas ciudades del país. En el primer caso él está omnipresente y, en el segundo, líderes regionales y provinciales logran votos sin su imagen. A electores correístas pasados sustituyen nuevos, con sus propios candidatos locales.
La imagen autocrática del liderazgo correísta se vio hasta en los simbólicos borregos de gafas azules en los rebaños de campaña, que van por donde el pastor los manda; no tienen voluntad, aunque se los lleve al matadero, con anteojos equipados de censores para recibir órdenes y no desviar el camino.
La forma personal de dirigir una organización política no puede permanecer siempre. Los borreguitos jóvenes que se integran al rebaño tienen su propio corral y sus propios pastizales y acabarán por descubrir distancias ante el pastor que en vez de cayado lleva un látigo y, sobre todo, que la lana blanca que les cubre difiere de la de la oveja negra que pretende dirigirlas.
El líder político ha de ser consciente de que no lo será siempre. Los tiempos cambian y también los protagonistas del partido que aloja a leales adherentes al líder “eterno” de la RC, y a otros que, con su propio pensamiento y por sobre afiliación y militancia, han triunfado con apoyo de votantes que ni han mirado el membrete del rebaño.
La RC, empezando por su “eterno” líder, necesita leer con sensatez el mensaje de sus resultados electorales, por necesidad de supervivencia, en un país que anhela paz, progresar, eliminar el odio y la corrupción, entendiendo la política como pluralidad democrática para competir por el servicio a la colectividad, no como lucha encarnizada por eliminar al adversario.