Mientras leía, viajaba, reía y conversaba, mantuvo en secreto la verdad de que había vivido también en acuciante olor de poesía. Lo supimos tres años antes de que rindiera tributo a la madre tierra, cuando condensó todo su acervo cultural, sus sueños, realidades y ficciones en el apretado formato del poemario. Del oculto fulgor

Se acaba de cumplir un año de su muerte. Maestro fue en el aula y fuera de ella: sólida formación, rigor académico, arte de enseñar. Su reconocido magisterio fructificó en una tendencia que ya ha alcanzado fecunda tradición. Pionero fue en el estudio científico y en la investigación dentro del vasto dominio de la economía, área del conocimiento alrededor de la cual ha girado en buena medida el destino de la especie. Está presente en uno de sus mejores legados: la Facultad de Economía en la Universidad. Quienes recibimos sus enseñanzas en el aula universitaria difícilmente podremos olvidarlo: el porte altivo, la exigencia, la severidad y, al propio tiempo, la inalterable calidad humana.

Años más tarde, cuando ya estuvo liberado de obligaciones laborales y académicas, tuvimos la fortuna de volver a encontrarlo, no en el aula, sino en el plano invaluable de la amistad sin reservas. Pocas experiencias intelectuales pueden ser comparables a la vigencia inagotable del maestro que compartía su experiencia humanista con los antiguos alumnos, ante quienes abandonaba su talante de docente y se convertía en leal amigo, igualmente sentencioso, austero, radiante de agudeza. Ninguno de los temas le era ajeno; fuera de la presión de transmitir conocimientos, prefería discutirlos con franqueza en tertulias memorables, en las que despuntaba por sus dotes de excelente conversador, ameno, sugerente, tocado de ironía que a veces estallaba en penetrante humor.

Se abría su casa siempre generosa para quienes lo visitábamos, atraídos por el encanto del diálogo, generalmente iniciado por él a través del infalible método socrático, que remataba en juicios premonitorios, sentenciosos. Era este el privilegio de quien ha vivido a plenitud, ha conocido otros mundos y ha devorado cuantos libros puede atesorar una mente dotada de memoria prodigiosa, envidiable. Aún resuenan enriquecedoras sus palabras cuando orientaba la conversación hacia el relato de sus viajes, no en condición de turista que disfruta de la buena estación, sino cual caballero andante que indaga por la certeza de sus premoniciones en el rastro de las culturas ancestrales y, al andar, comparte la realidad no siempre edificante de la misteriosa condición humana.

Su diario vivir entre los libros le llevaba a rebasar el área en torno de la cual había impartido cátedra. Al día para satisfacer el interés del contertulio, la conversación fluía saturada de episodios y detalles acerca de los pueblos que había visitado en Oriente y Occidente, con amplios conocimientos de historia, la antigua y la moderna. Si en la plática afloraban inquietudes filosóficas, sembraba la impresión de que había mantenido trato familiar con Platón y Aristóteles; de que acababa de encontrarse con San Agustín en la esquina; de que había visitado esa mañana a Descartes, a Karl Marx. ¡Qué no habrá leído! Dante, Shakespeare, Goethe, Cervantes y, por supuesto, Sigmund Freud. Se refería igualmente respetuoso a los libros sagrados, la Biblia, el Corán, el Popol Vuh. No vacilaba en opinar de la poesía inglesa, de la francesa; en cuanto a la hispanoamericana, le había seducido la nostalgia de Vallejo. Era poseedor de un amplio anecdotario sobre los escritores nacionales y los personajes de la ciudad. En ocasiones, sorprendía su acervo de conocimientos médicos; sabía de las dolencias del cuerpo y de la mente de los seres humanos. En medio de este maremágnum de aparente enciclopedismo, no será exagerada la afirmación de que vivíamos con la extraña seguridad de que una mente dotada de lucidez, rayana en la clarividencia, permanecería para siempre entre nosotros.

No estuvimos errados. Mientras leía, viajaba, reía y conversaba, mantuvo en secreto la verdad de que había vivido también en acuciante olor de poesía. Lo supimos tres años antes de que rindiera tributo a la madre tierra, cuando condensó todo su acervo cultural, sus sueños, realidades y ficciones en el apretado formato del poemario. Del oculto fulgor (2019) es eso: síntesis vital, rastro indeleble del perpetuo caminar de Claudio Cordero Espinosa, un ser humano en constante plenitud, aunque dolido por los pasos implacables del amor perdido y de la muerte:

“Así pasarán mil años de estar muerto y solo el polvo se levantará ignorado de mis huesos
junto al sotobosque ya borrado
donde yaces en cenizas,
y yo en el incendio de lo que no existe
destruido”. (A Silvia, fragmento)

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