La muerte cruzada ha puesto en un apresurado camino electoral para en agosto elegir presidente de la República y a los asambleístas que sustituirán a las autoridades cesantes por la medida excepcional. La disolución de la Asamblea fue un alivio para los ciudadanos hartos del desprestigio en el que habían caído la mayoría de los legisladores, como nunca desde que fue recuperada la vigencia constitucional en 1979. Un alivio que fue consuelo, sin dejar de ser evidencia de lo mal que caminaba la democracia venida a menos.
El Ecuador tiene la enorme responsabilidad de reflexionar sobre el futuro que le espera al término del proceso electoral en camino: acertamos en la selección de las autoridades o nos volvemos a equivocar, con el riesgo no solo de que se repitan los episodios sufridos, sino que empeoren más. No se puede actuar con ligereza ante semejante reto de supervivencia. Las experiencias que acaban de pasar han de servir para ser cautos y honrados en las urnas: el voto no ha de ser, otra vez, acción irreflexiva provocada por discursos engañosos de políticos conocidos por los daños y males que causaron en la vida reciente de los ecuatorianos.
También es hora de reclamar prudencia y sensatez de los políticos candidatizados, para que no vuelvan con ofrecimientos engañosos a cautivar la voluntad de los ciudadanos y después desentenderse de sus demagógicas palabras, en el gobierno o en la legislatura. Es hora de decirles basta a los traficantes de promesas y profesionales de la corrupción revestidos de palabrerías que no merecen acogida sino rechazo. Después de tan penosas experiencias, es obligación de ciudadanos probos y conscientes, no repetir los errores de los que ningún arrepentimiento liberará de los males que heredaríamos a las nuevas generaciones de ecuatorianos.