El mundo ya no es redondo, no es la esfera azul y fulgurante que flota en el espacio infinito entre miles de estrellas, como la han captado las cámaras ocultas de los astronautas. Se ha vuelto plano, rectangular; tiene la dimensión de un objeto que cabe holgadamente en la palma de la mano y se lo puede guardar en el bolsillo
Es difícil aceptar el cambio que en los últimos tiempos ha experimentado la imagen exterior del planeta, sobre todo desde la pandemia. En las bancas escolares aprendimos que el planeta es redondo y achatado en los polos. No era fácil precisar la ubicación del punto más recóndito, quizá escondido en los repliegues de la superficie terrestre, porque había que aproximarse al mapamundi, no siempre al alcance de la mano.
Ilustra esta situación lo que se ha oído contar de Adolfo Hitler. Cuando le informaban que un país insignificante le había declarado la guerra, se levantaba del asiento y demoraba frente al mapa. Pero una vez que había logrado identificar el sitio ocupado por la nación que se había atrevido a desafiarlo, pedía un borrador y lo borraba. Talvez por ello no tuvo a dónde ir cuando Berlín ardía en llamas y las explosiones hacían retemblar su madriguera.
Es la representación esférica la que ha venido a deformarse. Gracias a la aplicación de la tecnología, el mundo ya no es redondo, no es la esfera azul y fulgurante que flota en el espacio infinito entre miles de estrellas, como la han captado las cámaras ocultas de los astronautas. Ahora se ha vuelto plano, rectangular; tiene la dimensión de un objeto que cabe holgadamente en la palma de la mano y se lo puede guardar en el bolsillo. Es el celular.
La imaginación queda corta frente a los avances de la inteligencia artificial que todo lo vuelve simultáneo. Asombra la aplicación de los conocimientos matemáticos a la solución de problemas ordinarios del ciudadano común, perdido en la selva de asfalto de las grandes ciudades: taxi sin conductor, secretarias en traje de robot, labores domésticas encomendadas al cuidado de otro artilugio inteligente, pequeñas máquinas que vuelan sobre la ciudad para atender a domicilio. Se dice que pronto la robótica remplazará a médicos y enfermeras en los hospitales, aunque no a los pacientes. La eficiencia del robot está garantizada: no necesita comer ni dormir, no exige alzas de sueldo, vacaciones y no está programado para negociar con el servicio hospitalario. Son aparatos capaces de controlar el comportamiento de cada ciudadano, y han establecido con precisión el fin de una era y el comienzo de otra. A este paso, no demorará mucho para que disfrutemos de un poema enternecedor, trabajado a la perfección por un robot cargado de energía lacrimógena, o para que nos contagiemos del encanto de una melodía compuesta por un músico mecánico alimentado por una batería.
Aunque aparenten ser ficciones, a cada minuto que transcurre se tornan reales esas lucubraciones para un segmento muy reducido de la población global. Se podría soñar mucho más, porque ha llegado el momento en que todo lo imaginable es, más temprano que tarde, realizable. A través de la opacidad del siglo XIII es seguro que el franciscano Roger Bacon hace un guiño complaciente y mira al siglo XXI, gratificado en su visión profética.
Sin embargo, la mayoría de habitantes del planeta no puede ejercer la facultad de imaginar, porque tiene ocupada la mente en situaciones concretas, apremiantes: estancarse en el mínimo nivel de subsistencia al que nos ha conducido no al fracaso de la democracia, como suele afirmarse un poco a ciegas, pero sí a su desfiguración. Las que fracasan son las ideologías. Si alcanzaron el poder alentadas por la esperanza de los pobres, vuelven a buscar victorias electorales alentadas esta vez por la desesperanza. La pobreza ha falseado el mundo y la democracia, pero ha nutrido la ambición de los falsos profetas.
Esto limita, entre los desposeídos, la capacidad de asombrarse y mirar hacia el futuro; reduce la visión del mundo a la diminuta extensión de la pantalla. El objeto que fue creado para facilitar la comunicación, ha devenido en un instrumento de incomunicación. La pantalla, una superficie mágica, parecería diseñada para acercar lo que acontece lejos, en el espacio y en el tiempo, y para ver muy lejos lo que ocurre alrededor. La situación del señor Trump, por ejemplo, ha preocupo más que los crímenes atroces colocados en las redes nacionales durante la semana santa.