La idea de eliminar las pensiones jubilares resulta ser el eco de una doctrina ya aplicada en el país por la revolución del siglo XXI. Según ella, los jubilados constituirían un peso muerto para el IESS y para la sociedad. Para el IESS, porque malbarata los fondos al destinarlos a una población improductiva que en nada contribuye al progreso del país (“de la Patria”, diría el líder). Para la sociedad, porque representa una carga inútil, difícil de sobrellevar

Hay mucha preocupación por la suerte del IESS. Se afirma que funcionarios corruptos, reciclados, continúan operando allí, a la sombra de un gobierno empeñado en labrar su propia infelicidad, a espaldas de quienes lo eligieron. Más se tarda en denunciar los intentos de sedición que en entregar el manejo de la seguridad social a la misma banda sediciosa, que tarde o temprano acabará destituyéndolo. Un final digno de apostarse. El grito de ¡Viva Correa! ya ha sido coreado con fervor en la Asamblea.

El sobreprecio en obras faraónicas, el negociado de medicinas, la venta de fundas plásticas para los muertos en pandemia, entre otras fechorías, estigmatizan a más de un funcionario. Reflotan nombres de personajes que disfrutan de buena salud en el país y en el extranjero, luego de haber consumado una serie de atracos que han sumido al país en la ruina económica y moral. Algunos analistas (oficio reciente cuyo nombre proviene a veces del griego y otras del latín), echan la mayor culpabilidad sobre el gobernante que negó los aportes que legalmente le corresponden al IESS por parte del Estado.

Circulan en las redes diversos comentarios en torno de esta calamidad, pero sin ofrecer soluciones, salvo una que propone la eliminación de las pensiones que, sin hacer nada, cobran los ancianos acogidos a la jubilación. Ya expresó alguna vez aquel gobernante de obligada referencia su sorpresa al saber que los jubilados recibían la decimotercera y la decimocuarta pensión. De modo que la idea de eliminar las pensiones jubilares resulta ser el eco de una doctrina ya aplicada en el país por la revolución del siglo XXI. Según ella, los jubilados constituirían un peso muerto para el IESS y para la sociedad. Para el IESS, porque malbarata los fondos al destinarlos a una población improductiva que en nada contribuye al progreso del país (“de la Patria”, diría el líder). Para la sociedad, porque representa una carga inútil, difícil de sobrellevar.

A este propósito, vendría muy provechosa la lectura del libro “Las intermitencias de la muerte” de José Saramago. Así se rendiría homenaje en el centenario de nacimiento (1922-2010) a un escritor que, por la calidad de sus obras, ya disfrutó de muchos elogios y reconocimientos; entre ellos, varios doctorados honoris causa (innumerables como los del gobernante aquí aludido, pero otorgados por prestigiosas universidades europeas).

Un 31 de diciembre -cuenta Saramago- la muerte decidió no trabajar. Luego de la euforia ciudadana del primer momento ante una venturosa inmortalidad, sobrevinieron los conflictos. Miles de personas, con un pie en el sepulcro, estaban obligadas a pervivir agonizantes. Enfermos incurables atestaban los corredores en las casas de salud, mientras las empresas funerarias lamentaban la falta de cadáveres. Los ancianos acogidos en los

“hogares del feliz ocaso”, representaban un grave problema para la Iglesia y las compañías de seguros; la primera, por verse perjudicada en sus intereses al no poder oficiar las pompas fúnebres; las segundas, por no atinar en el manejo de las deudas y las pólizas pendientes.

Cómo vaciar los “hogares del feliz ocaso” era el tema que brindaba ocupación a los filósofos. Pero la solución vino de las fuerzas vivas de la sociedad. Fue tan pragmática como la que esgrimirían hoy los partidarios de la eliminación de pensiones para salvar al IESS: dejar el asunto en manos de la mafia (maphia, en el texto de Saramago). La mafia ejecutaría sus planes siniestros en silencio, aliviando del peso de ancianos a la comunidad y, asimismo, liberando de remordimiento a las instituciones ya acostumbradas a mirar para otro lado.

Transcurridos siete meses, la muerte volvió a trabajar. Lo festejaron los empresarios, que respiraban un aire tan transparente como el whisky. Pero surgieron nuevos problemas. ¿Dónde los ataúdes y los sepultureros, dónde los curas que presidieran el entierro de miles de fallecidos sumados a los setenta mil moribundos que pervivieron mientras la muerte se daba vacaciones? No había otra solución que reforzar el imperio de la la maphia. Los sucesos que narra Saramago ocurrieron en un pequeño país de novela, como el nuestro, lo cual lleva a renovar la admiración que profesamos a su innegable don profético.

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