No es difícil hallar en nuestra historia a los profesionales del oportunismo político. Aquellos que, sin una pizca de rubor cambiaron de bandera, líder, discurso, doctrina, incontables veces. Esos que, pese a semejante sinvergüenzura, ocupan siempre posiciones de poder y abrigan una clara ideología al servicio exclusivo a sí mismos.
El tiempo de campaña electoral brinda la ocasión para hacer reflexiones críticas sobre el tipo de democracia que predomina entre nosotros. Es prueba de democracia el hecho de que más de trece millones y medio de ciudadanos tengan que ir obligados a las urnas para escoger a sus candidatos. Eso dice poco sobre la calidad de nuestra remendada democracia. Ella es de una pobreza espantosa, es un reflejo nacional de hipocresía. El maleficio político ha pervertido a la democracia al punto de convertirla en un sistema de transacciones coyunturales entre pequeños feudos de poder que, aprovechándose de un pésimo texto constitucional, ha sometido al país al cálculo electoral y han mediatizado todo proyecto de cambio.
Tenemos una democracia electoralista en donde hemos asistido en el pasado, y estamos presenciando hoy, el espectáculo de los asambleístas empeñados en disfrazar de “intereses nacionales” a lo que no son sino subalternas aspiraciones partidistas.
Es una evidencia la pésima capacidad legislativa de la Asamblea Nacional y la ausencia en los temas de verdadera importancia para la comunidad. A nivel de alcaldías y prefecturas la situación es casi igual en donde la pobreza conceptual, la mediocridad y la falta de formación de la dirigencia que sabe, sí, moverse en el sinuoso universo de los pasillos del poder y en el mundo de la toma y daca, ignora cómo se estructura con propiedad y sentido común a la hora de gobernar.
La mentira convertida en un “valor” político a causa de la vocación populista de la dirigencia electoral, ha permitido que se construya esa estructura de mitos, medias verdades y embustes públicos que es, la principal causa del desencanto de una ciudadanía situada entre la retórica y las duras realidades de la crisis.
Y en medio de esta crisis no es difícil hallar en nuestra historia en cualquier etapa, incluida la actual, a los profesionales del oportunismo político. A aquellos que, sin una pizca de rubor en la cara fueron capaces
de cambiar de bandera, líder, discurso, doctrina no una, sino incontables veces. Esos que, pese a semejantes imposturas y proverbial sinvergüenzura, ocupan siempre posiciones de poder y abrigan, eso sí, fielmente, una clara ideología al servicio exclusivo a sí mismos.
Ellos han desarrollado una excepcional escuela política: tener los pies sobre la tierra, afinar un gran olfato para saber dónde está el caballo ganador de cada lid electoral, e intercambiar información por poder. Así no es difícil señalarlos con el dedo y mucho peor olvidarlos.
Sin duda ejemplos semejantes sobran en el mapa electoral y, sin duda, el rey del transfugio en nuestro medio es el señor de la fonda que habla incoherencias a través de las redes; hay otro que se resiste a jubilarse de la política y el servicio público. Hay también un ciudadano que de benefactor quiere ser actor político. En nuestra democracia, el pueblo no se siente representado por los elegidos, después de unos meses ni se acuerda de por quién votó.
Por último, es hora de abrir el debate sobre las elecciones 2023 en todos los espacios institucionales y populares: universidades, empresas, clubes, asociaciones, sindicatos y movimientos sociales. No se trata de favorecer a éste o a aquel candidato.