Entre aquellos esforzados cultores del lenguaje estaba Arturo Cuesta Heredia, a quien recordamos ahora con motivo de cumplirse el centenario de su nacimiento (1922-2006). En los años postreros había encontrado a la compañera ideal para compartir las vivencias otoñales
Recordamos ahora a uno de los graves personajes a quien tuvimos la suerte de conocer en la década de los setenta. Circunspecto y afable, andaba, como suele decirse, por los cincuenta años de edad. A la caída de la tarde, era frecuente encontrarlo alrededor del parque central, con el oído atento al repicar de las campanas y al canto vespertino de los pájaros, o caminando por la ancha avenida, deteniéndose a trechos, extasiado frente a la lozanía de un arbusto en floración o ante los matices con que la luz se desvanecía en el ocaso.
Si asomaba en el trayecto algún amigo, no dudaba en invitarle a que escuchara una estrofa de factura reciente o que contemplara el pequeño rectángulo de cartón sobre el que acababa de estampar un motivo que armonizaba a la perfección con su mundo ideal. Tenía para el efecto la costumbre de llevar siempre consigo los versos recientes y el último retazo de cartón sobre el cual había trabajado a la acuarela. Quien no lo conociera difícilmente habría pensado en un poeta que salía a desempeñar su trabajo: recoger y atesorar con usura los elementos esenciales del oficio: las palabras. Era un mago entretenido en la seducción combinatoria del lenguaje.
En una ciudad de profunda tradición lírica, apegada a una retórica de trasplante peninsular, resultaba profana en esos años la irrupción de los jóvenes innovadores que habían fundado el grupo ELAN, en el cual militaba, junto a otros mayores, el personaje de esta reminiscencia. De seguro, Dávila Andrade alentaba el quehacer poético de la nueva generación desde el otro lado del tiempo. Era admirable aquella rebeldía porque la pequeña ciudad no abrigaba las condiciones para las rupturas, las asociaciones insólitas, los revuelos metafóricos que acrecentaban la posibilidad expresiva del creador en las grandes ciudades hispanoamericanas.
No debía ser lo mismo cultivar la poesía en Cuenca que hacerlo, por ejemplo, en Buenos Aires, ciudad que en la década referida -lo recuerda Jorge Luis Borges-, tenía una población cosmopolita de siete millones de habitantes que disponían de una Biblioteca Nacional de novecientos mil volúmenes; y podían disfrutar de las funciones que se ofrecían en cuarenta y siete teatros, así como de las cuarenta conferencias diarias que se dictaban sobre los más variados temas; amén de las exposiciones pictóricas que exhibían obras representativas de todos los gustos y movimientos artísticos.
Distantes de esas vivencias culturales, los amantes cuencanos de las nuevas tendencias líricas aspiraban a ubicarse a la altura de los tiempos a través del estudio, de la pasión existencial, de la práctica diaria en el arte de someter el lenguaje al servicio de la expresión poética. Y lo lograron con creces, para bien de la ciudad, pues universalizaron lo propio logrando que sus voces resonaran con singular decoro e identidad en el gran concierto lírico nacional e hispanoamericano.
Entre aquellos esforzados cultores del lenguaje estaba Arturo Cuesta Heredia, a quien recordamos ahora con motivo de cumplirse el centenario de su nacimiento (1922-2006). En los años postreros había encontrado a la compañera ideal para compartir las vivencias otoñales. Liberado del rutinario prosaísmo que le habían impuesto durante muchos años las obligaciones de magistrado en la Corte Superior de Justicia, vivía a plenitud de su retiro, alejado del bullicio urbano y entregado a las actividades favoritas: leer, convocar a las palabras, pintar a la acuarela y disfrutar del paseo vespertino por la orilla del río que cantaba muy cerca de su albergue.
Entre los testimonios que de él ha guardado con fruición este cronista consta el libro La Poesía, de Johannes Pfeiffer, obsequio acompañado de esta emotiva confidencia: “Marco: siempre soñé con un libro así… Es un libro amado”; y su extenso poema, compuesto en 1985, “En la muerte de mi canario Amadeus”, con una dedicatoria asimismo cordial, texto que lo habíamos dado por perdido. Alguna vez reprodujimos de memoria este fragmento, para envidia de los ángeles; breve estrofa que fluye con indudable sencillez y transparencia metafórica, fruto de una esmerada concreción espacio-temporal: la pintura y la poesía:
Ahora cumplirás tu anhelo,
esquiar en la colina de menta
de un lucero.