por: Rolando Tello Espinoza
El abuelo con los nietos Juana y Joaquín Zamora y Juan Antonio Andrade.
La satisfacción de un hombre y de su familia, porque el padre, esposo y abuelo ha vuelto al hogar dispuesto a retomar con optimismo las ganas de vivir. Curado de Covid-19, su caso contrasta con los de pacientes que sucumben porque están llenos los hospitales públicos o no tienen dinero para la curación particular.
Carlos Vázquez Webster, de 75 años, sobreviviente del coronavirus, ha vuelto a nacer. También su hija Priscila, su yerno Juan Antonio Andrade y su nieto Juan Antonio se contagiaron del virus que no saben cómo pudo llegar a casa.
Juan Antonio, que trabaja en la empresa constructora del abuelo, dio los primeros síntomas en la última semana de junio. “Cayó el huracán en mi familia y empezó la pesadilla del miedo, las pruebas PCR, los exámenes de laboratorio, las placas TAC de los pulmones y la angustiosa espera de resultados, con la ansiedad de que fueran negativos”, dice el viejo tronco familiar que empezó a debilitar y sentirse ocioso, como nunca antes le había ocurrido.
La noche del 8 de julio Tatiana y Juan, la hija y el yerno que nunca se contagiaron, le trajeron la noticia sin rodeos: “Usted es positivo, la placa TAC de los pulmones no es buena, con neumonía del 60%, debe hospitalizarse de urgencia”. Semejante diagnóstico no hacía sino confirmar lo que Carlos temía luego de varias noches de insomnios, sudoraciones, inusual diarrea y dificultades para respirar: el coronavirus estaba en su cuerpo.
Las informaciones sobre la pandemia convulsionaban el mundo y saberse una cifra más del contagio –con miles de enfermos y muertos-, le hicieron protagonista del drama trágico que antes le pareció distante y extraño. “Qué difícil y doloroso salir del hogar dejándole sola a mi esposa y compañera de vida. Una cruel despedida distanciada, con incertidumbre sobre si volveríamos a vernos”, dice con la serenidad de quien casi dos meses después de recibir el alta hospitalaria cree ya archivada la sentencia de muerte.
La permanencia hospitalaria fue una experiencia de dolores físicos y angustias sicológicas. Ingresó por emergencia al Hospital del Río y lo primero que hicieron fue darle oxígeno, pues la saturación estaba en los más bajos niveles. “En el quinto día los médicos me dijeron que había caído en un bache, que el virus estaba progresando. Perdí el 80% de la voz y un frío helado recorrió mi ser. Entonces imploré a los galenos que hicieran lo posible por salvar mi vida. Sentí la cercanía de la muerte y me surgió un sentimiento de gran pena de mi familia y de la vida que parecía se acababa…”
Su condición empeoraba. Los médicos optaron por un tratamiento con el plasma de algún paciente recuperado del coronavirus. A través de las redes sociales se hizo una campaña y se logró la respuesta de un voluntario. No olvida el peculiar sonido de la máquina, a las 21:30 del 16 de julio, cuando el médico Edgar Becerra lideraba el proceso de aplicarle el plasma, mientras le embargaban sentimientos encontrados: “sentí miedo a una reacción de rechazo de mi organismo y a la vez la esperanza de recuperar la salud y la vida”.
La mejoría fue inmediata. Al otro día dejaron de suministrarle oxígeno y las placas salieron del laboratorio con detalles favorables. “El sábado 18 de julio, al mediodía, recibí el alta hospitalaria”, dice con la alegría y el entusiasmo que sólo puede expresar alguien que venció a la muerte. Pero su condición no le permitía aún regresar a casa y abrazar a Cecilia Guillén, la esposa a la que le unen cincuenta y dos años de amor y matrimonio y no se había contagiado. Por recomendación médica fue un mes, bajo rigurosas medidas de bioseguridad, al domicilio de Priscila, la hija que con su esposo Juan Zamora y su hijo hacían aislamiento por ser portadores del coronavirus.
Al cumplirse cuarenta días desde que recibiera el diagnóstico de portador del virus y de irse por la hospitalización pudo, al fin, sano y salvo, entrar a la casa donde formó el hogar, “para el más bello reencuentro con mi amada Cecilia”, dice el especialista en construcciones que retoma el oficio de trabajar y vivir, reconstruido física y emocionalmente, tras haberse asomado a las cercanías de la muerte.
La experiencia le induce a recomendar a familiares y extraños la obligación de respetar a la terrible enfermedad. “La frase no pasa nada no existe. Sólo cuando el virus entra en la familia y se vive en carne propia el miedo y la angustia que produce, se toma conciencia de su real peligrosidad y la necesidad de acatar las medidas de protección”, comenta.
Carlos Vázquez Webster es feliz de haber superado al coronavirus. Y es, sobre todo, agradecido con los médicos que hicieron cuanto sus conocimientos y la ciencia les permitieron poner a su cuidado, para volverle sano al hogar y a la vida que quisiera vivirla al máximo en adelante. “Gracias a los doctores Ricardo Ordóñez, Mateo Toracchi, Paúl Martínez y Edgar Becerra –dice- y muy especialmente al doctor Juan Romero, donante del plasma que salvó mi vida”.
La felicidad de este paciente contrasta con la tristeza de miles de personas que sucumben ante la pandemia porque los hospitales públicos ya no tienen capacidad para recibirlos, o no poseen dinero para medicinas y tratamientos privados. “Partiendo de que la vida y la salud están ante todo y que la vida no tiene precio, considero que el costo no ha sido exagerado…”, dice, absteniéndose de dar cifras pagadas para curarse. Además, el tratamiento humanitario y la atención del equipo médico han sido de excelencia, confiesa satisfecho.
CASOS FATALES...
El coronavirus causa estragos, angustia y pérdidas de vida, mutilando familias que jamás imaginaron serían víctimas de semejante adversidad. Historias hay a granel para contarlas: hombres públicos, médicos, periodistas, profesionales, jóvenes y mayores han sufrido su ataque. Muchos gastaron hasta el último centavo para pagar la curación fallida y murieron dejando en herencia deudas mayores. Y hay quienes sanaron –son los más- y han vuelto a la vida.
Casi nadie sabe cómo llegó el contagio, como ocurrió a inicios de agosto entre funcionarios de la Gobernación del Azuay, donde más de quince personas dieron positivo. Con carga viral baja o intensa, todos fueron a cuarentena y van dejando atrás las dolencias. Pero hay secuelas insospechadas. María José Figueroa Cantos, con alrededor de 15 años de labor en la Gobernación, una de las víctimas, sin saberlo llevó el virus a casa y contagió a sus padres, Miguel Alfredo y Marta Teresa, que fueron a cuidados intensivos. El tratamiento dio esperanzas de recuperación, pero el último día de agosto la señora murió de un infarto, mientras el esposo, vuelto al hogar, seguía con oxígeno.
En forma inesperada, increíble, la familia de María José se ha destrozado. Ella aún no logra asimilar la desgracia, pero con sentido humanitario recomienda no tomar a la ligera la gravedad del peligro. “No es chiste, el coronavirus es un monstruo espantoso al que debemos tener miedo”, dice, y ruega no correr riesgos. Su vida y la de su familia no será igual en adelante.
Antonio Suqui, otro servidor de la Gobernación, ha sido de los que más ha sufrido la virulencia, pero estaría a salvo, como el resto de infectados. ¿Cómo se contagiaron? Hay suposiciones, pero nada cierto. Las redes sociales difundieron a inicios de agosto fotos de un “acercamiento social” en la Gobernación, por un cumpleaños. Una pregunta espera respuesta: ¿Habrá dado apoyo económico la Gobernación a sus servidores, para el tratamiento?