El bactericida descubierto al azar en 1928 ha salvado la vida de cientos de millones de personas afectadas por infecciones incurables hasta los años 40 del siglo pasado. No la descubrió el británico Ernest Fleming, sino que se la encontró

El científico Ernest Fleming, que hacía cultivos de bacterias en laboratorios del Hospital St. Mary, de Londres, fue de vacaciones olvidando una ventana abierta del área de cultivos. Al retornar se lamentó de estropear su experimentación por el descuido, pero advirtió que el hongo Peniccillium Notatum había hecho desaparecer las bacterias alrededor de las muestras: sin querer encontró un antibiótico capaz de hacer historia en la ciencia.

Pero desistió de desarrollar sus investigaciones por dificultades de purificación, dejando en constancia un estudio que lo publicó y del que nadie se interesó por más de una década, hasta que en 1940 el médico Walter Forley lo desempolva y en asocio con Boris Chain y Norman Heatley, vinculados a la Universidad de Oxford, estabilizaron y purificaron el producto, descubriendo su verdadero alcance curativo.

 El laboratorio de estudio y experimentos de Ernest Fleming.

Para experimentarlo, utilizaron ocho ratas: a cuatro las inocularon bacterias y luego la penicilina y a cuatro solo las bacterias. Las primeras sobrevivieron varias semanas y las segundas murieron el mismo día. Todo estaba en buen camino, quedando por determinar las dosis para la curación completa, tomando en cuenta que las ratas son miles de veces más pequeñas que los humanos, referente para próximas aplicaciones.

La ocasión se presentó el 12 de febrero de 1941: el soldado Albert Alexander se había lastimado los labios con la espina de una rosa que la acercó a olerla y la pequeña herida se infectó, contagiándose por el rostro y los ojos, uno de los cuales debieron extirparle. Ante la gravedad, Forley y sus compañeros decidieron inocularle la penicilina en días sucesivos, hasta acabar la pequeña provisión obtenida en un año. El soldado mejoró, pero murió en un mes, porque se dejó de inyectarle el remedio, que hasta lo reciclaron de la orina del enfermo, pero no fue suficiente.

Por entonces Inglaterra estaba involucrada en la Segunda Guerra Mundial y no ofrecía condiciones apropiadas –peor apoyo- para que el equipo de científicos prosiguiera su proyecto. Entonces se trasladaron a los Estados Unidos y los experimentos resultaron exitosos, aplicados a pacientes que se curaron por completo.

Desde 1943 el producto, en ampollas, salió al mercado, convirtiéndose en un medicamento expandido a nivel mundial, para salvación de millones de seres humanos, que ya no morirían como los millones que sufrieron patologías causadas por bacterias, antes del soldado que por percibir la fragancia de una flor se espinó letalmente los labios. Hay quienes no dan crédito al romántico caso del soldado que apercibió el perfume de la rosa.

En 1945 Fleming, Forley y Chain recibieron el Premio Nobel de Medicina por su aporte a la salud de la humanidad. La Segunda Guerra Mundial fue ocasión para que la penicilina evitara morir a millares de mutilados sobrevivientes de las balas, de los bombardeos y hasta de la bomba atómica. Norman Heatley, científico del equipo que perfeccionó el “hallazgo” de Fleming en 1928, no fue partícipe del Nobel de Medicina, sin explicación. La suerte, a veces, no acompaña a la justicia.

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