Ahora las evocamos al pensar en el futuro, en estos tiempos de incertidumbre universal. Si ellas (no los heraldos de la muerte) estuvieran comandando la batalla nacional contra la pandemia, ya habríamos tenido la esperanza de triunfar

Manuela Barahona era mejor conocida en el barrio como “La Zapatera”, por el oficio del marido. Activa, infatigable, enardecía al vecindario para oponerse al peligro liberal.

- ¡Dios y Patria! -era el grito que resonaba por toda la ciudad a finales del siglo XIX.

Cierta mañana, las personas en capacidad de empuñar un arma habían iniciado la marcha para batirse contra el enemigo. Manuela se sorprendió de verle en casa al marido, jugando con la guagua, y le regañó por no haberse sumado a la expedición. Vacilante, el hombre esgrimió mil pretextos que no bastaron para ocultar el miedo a improvisarse de recluta, él que nunca había lidiado más que con ella y no había manejado otras armas que la lezna y el martillo.

-No, hija -dijo-, no valgo para esas cosas.

-Entonces quédate con la guagua -respondió ella-. ¡Me voy yo!

Dicho y hecho. Salió en busca de un arma y, provista de municiones, corrió en pos de los cruzados que ya doblaban el puente. Después de un instante de indecisión, cuando ella se empequeñecía a lo lejos, el marido se dejó ganar por el remordimiento; se ajustó el sombrero hacia la nunca, como buen zapatero, y voló por ella.

Al poco rato, consiguió alcanzarla; pero ella, incorporada a la columna de expedicionarios, saltaba dando mueras a los herejes. Mucho trabajo le costó al marido persuadirla de que le entregue el arma y retorne al hogar; solo acabó de convencerla aduciendo que la guagua había quedado botada. El siguiente día, por la tarde, innumerables víctimas eran traídas del escenario bélico. La Zapatera sintió una corazonada, salió al encuentro y se abrió paso averiguando por el marido. Apenas lo hubo hallado entre unas zarzas, lo abrazó tiernamente, le vendó las heridas y volvió con él a casa, orgullosa del trofeo que llevaba apoyado en sus hombros.

En otro episodio, las tropas liberales daban bala desde su cuartel, en el antiguo Seminario, y el grueso del ejército amenazaba con tomar la ciudad y sofocar la rebelión conservadora. Reunidas en pequeños pelotones, las mujeres animaban a los combatientes de la resistencia con bebidas reconfortantes o con jarras de agua de ají y vitriolo para enceguecer al enemigo. Patrullas femeninas vigilaban por San Sebastián, por San Blas, intimidando a quien intentara dar vivas al caudillo liberal; aun así, no faltaron osados que lo hicieron y terminaron clavados en el suelo a botellazos.

Asimismo, fueron mujeres, lideradas por la Zapatera y por otra joven, Rosario Crespo, las que obligaron a poner pies en polvorosa a las tropas que guarnecían el cuartel. Congregadas en la plaza de Santo Domingo, dos mil mujeres se encaminaron al medio día a ese centro de operaciones, armadas de palos, cuchillos y otras armas improvisadas. Rompieron a pedradas el portón del antiguo Seminario y, al grito de ¡Muchachas, al puñal!, irrumpieron como un enjambre en el edificio. Por fortuna, aterrados por la incursión de un ejército nunca imaginado, los defensores habían corrido a refugiarse entre los escombros de la nueva catedral en construcción.

Después de la última batalla, cadáveres de ambos bandos se descomponían, regados por las laderas. Una valerosa mujer se ofreció para ir a enterrarlos. Se presentó ante el caudillo triunfador, a quien le comunicó su propósito y le pidió apoyo. Alfaro la felicitó con visible admiración y dispuso que una patrulla la acompañara. Cumplida su noble misión, con la ayuda de numerosos campesinos, la joven regresó a casa al anochecer. Se llamaba Rosario Sánchez; poco después profesaba en la Congregación de las Madres Oblatas del padre Matovelle.

Estos actos de valor y desprendimiento, protagonizados por mujeres, fueron recogidos por el Prior de Santo Domingo; pero esas mujeres permanecen olvidadas. No deberían estarlo, pues son ejemplo de compromiso humano en momentos de convulsión social, al margen de la ideología que las motivó. Por ello, ahora las evocamos al pensar en el futuro, en estos tiempos de incertidumbre universal. Si ellas (no los heraldos de la muerte) estuvieran comandando la batalla nacional contra la pandemia, ya habríamos tenido la esperanza de triunfar.

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