Rafael Carpio Abad, camino a los 86 años, es uno de los pocos ecuatorianos que jamás pudo bailar la Chola Cuencana.
Había quedado huérfano de madre antes de cumplir un año y alguna vez la sirvienta juguetona, lanzándole por los aires, no pudo retenerlo de regreso y fue a estrellarse aparatosamente contra el suelo, derrengándose para el resto de la vida.
Aquel episodio asocia el viejo músico con los signos adversos que marcaron sus años iniciales. Su padre, maestro de capilla en varios templos de Cuenca, debía llevarlo a todas partes, pues desde la tremenda caída no quería confiar a nadie su cuidado.
La obligatoria cojera tenía como contrapeso el espíritu andariego que impulsaba a Rafael a buscar trabajo por todas partes, sin acostumbrarse a depender de los escasos ingresos del progenitor: en su niñez fue vendedor de periódicos, aprendiz de sastre, hojalatero y también le entró a la artesanía de la paja toquilla.
Pero no encontró lo que andaba buscando en los altibajos de su vida, aunque lo presentía. En sus venas llevaba el ritmo de los compases musicales que escuchó a su padre y empezó a hacerle el dúo en los villancicos, en las veladas religiosas, en las ceremonias por las criaturas muertas, los enteches de las casas y en los responsos de los moribundos.
Ya entonces la juventud empezó a acosarle con sus exigencias económicas y advirtió que no podía llenarse el estómago con la música. Emprendedor y decidido dirigió sus pasos a Guayaquil, a donde demoró tres meses en llegar, sin más cabalgadura que su ridumentario bastón de aprendiz de cojo. Tras fatigoso peregrinar por la gran ciudad extraña dio con la residencia de la tía a quien nunca había conocido y más tardó en reconocerlo que en despedirlo: recién había logrado deshacerse de otros dos sobrinos y no quería saber de parentelas!
Tres años ejerció los más variados oficios y necesidades en Guayaquil hasta que, al cumplir los veinte, se convenció de lo que debía hacer en su vida: música. Y regresó a Cuenca para matricularse en el conservatorio a recibir la enseñanza de los maestros José María Rodríguez, Luis Pauta y Francisco Paredes.
Descubrió que su cabeza estaba llena de pentagramas y sus manos habían sido hechas para las cuerdas y las teclas. En esos sus mejores años de juventud compartía con satisfacción su oficio de maestro de capilla con las serenatas nocturnas al pie de los balcones y los desvelos interminables de tejer sombreros para redondearse los centavos imprescindibles.
La música era la pasión de su vida y advirtió que necesitaba crear, pues repetir el arte y la inspiración ajenos no llenaba su espíritu. En homenaje a una amiga de nombre Rosa compuso el fox incaico al que llamó Rosas y Espinas, que interpretó por primera vez la banda del Batallón Guayas, de paso por Cuenca, con cuyo director Rafael hizo amistad durante su fuga a Guayaquil. Fue su primer éxito.
En 1929 Rafael estaba de veras enamorado y su novia se llamaba Luz. El único problema fue que sus futuros suegros no querían saber nada del "Sucho" Carpio e imprevistamente casaron a su hija con otro novio. Amargado por el dolor y el fracaso compuso entonces el pasillo Chorritos de Luz, una de las piezas de música nacional que más se ha difundido dentro y fuera del Ecuador.
Rafael Carpio Abad, compositor y pianista, ya era un hombre grande de la música. La romántica ciudad de los años 40 tenía al artista popular más importante habido y por haber en mucho tiempo. Impulsado por la fama despertó entonces el andariego que descansaba en su espíritu y emprendió viajes por la costa y por la sierra llevando en sus andanzas el repertorio de sus propias creaciones. También fue a Perú, Colombia y Panamá, reventando aplausos por todas partes. Ya en los postreros años de la vida del artista uno de sus placeres es revisar la colección de recortes de periódicos y revistas que dan cuenta de sus funciones en teatros, radiodifusoras y fiestas populares.
En 1949 Carpio Abad mantenía un programa vivo en radio El Mercurio y alguna vez se le agotó el repertorio antes de lo previsto. Para llenar el espacio improvisó al piano una composición que desde días atrás bullía por el cerebro y le recorría por las venas: así nació la Chola Cuencana, pasacalle con raudales de alegría, colorido de polleras en movimiento de caderas y juegos pirotécnicos, destinado a hacerse más popular que el himno de Cuenca.
Rafael hizo de la música la razón de su vida. Cientos de pasillos, pasacalles, canciones religiosas e himnos de pueblos, escuelas, colegios e instituciones sociales salieron de su inspiración. Las paredes de su residencia están cubiertas por diplomas, acuerdos, medallas y homenajes con los que le agradecieron por todas partes. Además, ha sido declarado ciudadano ilustre de cantones y ciudades de la costa, sierra y amazonía, así como socio honorario de las más variadas entidades, como el colegio médico del Azuay.
Cuando Galo Plaza fue presidente de la República le dedicó un pasodoble denominado Olé Torero, que gustó mucho al mandatario y dispuso que lo tocaran las bandas de los repartos militares del país en los actos populares a los que él concurría y era recibido, con honores, con esa melodía. Carpio atesora como uno de los mejores recuerdos de su vida la carta con la que Plaza Lasso le agradece "con firma de su puño y letra" por aquella canción.
Pero no todo fue triunfos en la vida del artista cuencano. La envidia y celos de otros compañeros de oficio le amargaron en varias ocasiones, viéndose precisado a defender con acciones legales la paternidad de producciones que, modificadas de nombre, triunfaban como piezas de otros autores. También tuvo un distanciamiento curioso con el poeta Ricardo Darquea, autor de la letra de la Chola Cuencana, que aludió a que lo importante en la canción era el contenido literario. Carpio terminó el conflicto con pocas palabras, contundentes como un bastonazo: "El pueblo baila mi música, no su letra".
Además, fue siempre un hombre muy recto. Alguna vez integró un jurado en un concurso musical y se defraudó tremendamente cuando con su voto en contra, los otros dos miembros dieron el premio a quien no merecía. Desde entonces juró -y cumplió- no integrar jurados calificadores.
Camino a los 86 años, Carpio Abad mantiene la lucidez mental y la alegría en su espíritu. Lo único que le falla es la zurda chueca que cada vez se le hace más pesada y difícil de arrastrar, pero está satisfecho por la misión artística cumplida, seguro de que, más pronto que tarde, irá definitivamente con su música a otra parte, blandiendo como batuta en ristre, el viejo bastón que le acompañó a sobrellevar la larga cojera consuetudinaria.*
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*A Carpio Abad le dejó de funcionar la pierna hace varios años y a la fecha vive en silla de ruedas, pero tiene lucidez, buen humor y pasa jugando solitarios de naipe, entre rezos y cánticos religiosos.