Los cuencanos vivieron el 4 de noviembre de 1920 uno de los acontecimientos estelares en la historia ecuatoriana de todos los tiempos: ¡Llegó el avión!

La multitud delirante que vociferó de júbilo durante el revoloteo preliminar al aterrizaje, debió hacer esfuerzos sicológicos para convencerse de que atestiguaba convertirse en realidad el sueño de volar, que acarició siempre el hombre.

No hace mucho había visto con estupefacción los primeros automóviles; la luz eléctrica apenas siete años antes había roto las milenarias tinieblas nocturnas y la radio empezaba a anunciar la abolición de las distancias. ¡Ahora el avión! Con pavoroso optimismo se veía llegar la plenitud de los tiempos...

Amurallada por la geografía, Cuenca había vivido solitaria y con cristiana resignación los siglos transcurridos desde la fundación hasta cuando en las primeras décadas del siglo XX la rutina cedió el paso a transformaciones inauditas que unas tras otras cambiaron el espíritu huraño y conventual de sus habitantes, con el abierto y emprendedor del nuevo hombre del mundo.

Aquel jueves 4 de noviembre el piloto italiano Elia Liut decoló de Guayaquil a las 10h30, sin mucho público, pues tras el fracaso de la víspera su viaje constituía un reservado desafío consigo mismo.

El vuelo hasta Cuenca debía demorar máximo una hora y al cumplirse el tiempo el público se impacientó otra vez, pues el gran número fallido el día anterior, por el centenario de la independencia, había sido precisamente el espectáculo nunca visto del avión. La gente miraba otra vez inútilmente, casi angustiada, por todas las direcciones del cielo.

Mientras tanto, sobre las alturas de los Andes, el audaz piloto vivía a plenitud de intensidad uno de los dramas más atrevidos de su carrera profesional. Voló hasta la zona de El Cajas, en las proximidades occidentales de Cuenca, cuando una densa nubosidad encegueció su ruta y estaba perdido.

Impulsó el aparato a mayor altura para buscar el Chimborazo, que asomó resplandeciente a la distancia, y hacia allá orientó su nave, hasta sobrevolar la provincia de Cañar y girar otra vez con dirección a Cuenca. De las altas montañas miró huir despavoridos a los cóndores, presintiendo la proximidad de su holocausto inevitable.

Aterrada por el rugir de la extraña máquina, el ave majestuosa, parte de los símbolos patrios, vio desmoronarse su trono de lo más alto de los Andes y emprendió la fuga víctima de impotencia y despecho.

Poco después divisó Liut a sus pies el pueblo de Biblián y más allá Azogues. La dirección estaba correcta. El cerro Cojitambo, con su aguja de piedra perforando el cielo, era la torre de control que le guiaba. Minutos después reconoció la proximidad de Cuenca, con las torres del templo de Santo Domingo sobresaliendo tanto como las colinas más cercanas. La misión iba a cumplirse con felicidad.

Experto en el dominio de los cielos hizo maniobras vertiginosas sobre la multitud que agitaba sombreros y pañuelos saludando en aquel joven de 25 años el primer instante de una nueva era. Nadie sería después el mismo de antes: la audacia y la ciencia habían colocado un hito sumamente visible entre el ayer, perteneciente al siglo pasado, y el   hoy, proyectándose hacia el nuevo milenio.

Nunca había celebrado Cuenca -ni lo celebrará jamás- con más entusiasmo sus fiestas de independencia. El centenario de la histórica fecha bien merecía conmemorarse con otra hazaña histórica. Pocas veces pudo tener así un pueblo el privilegio de festejar un acontecimiento con otro gran acontecimiento.

El homenaje que rindió Cuenca a Elia Liut fue indescriptible. Los vítores de la multitud frenética se sumaban al bullicio de las campanas de todos los templos, los disparos de bombarda, los gritos y silbidos de la gente ansiosa por acompañar de cerca al héroe que bajó de las nubes y recorría ahora el trayecto desde el sitio de aterrizaje al centro de la ciudad, en un automóvil de propiedad de Remigio Crespo Toral, junto a personas ilustres de la Cuenca de entonces y de hoy: Roberto Crespo Ordóñez, Honorato Vázquez, Daniel Córdova Toral, Rafael María Arízaga.

"Cuenca me recibió con los brazos abiertos -diría después el propio Liut- y en esa noble ciudad recibí atenciones y agasajos que no pueden ser descritos. Desde lo más granado de su sociedad hasta las clases populares me convirtieron en una especie de ídolo suyo. Oficialmente fui proclamado allí Cóndor de los Andes, el más grato título, aún así de honorífico, que yo haya podido tener en mi vida".

En los días siguientes el pequeño avión voló a Loja, a algunas ciudades del Perú y fue luego al norte del Ecuador, para entrar también en forma triunfal en la capital de la República. Pero en ninguna de las rutas hubo la emoción del vuelo entre Guayaquil y Cuenca, inaugural de la aviación entre las ciudades ecuatorianas. Las grandes hazañas son acontecimientos de una sola vez.

El Telégrafo I era de propiedad de José Abel Castillo, director del diario guayaquileño del mismo nombre: un avión de combate biplano Macchi-Henrit-Ho con motor de 80 caballos de fuerza y fuselaje recubierto con lona.

Roberto Crespo Ordóñez, en representación de la junta por el centenario de la independencia de Cuenca, había propuesto que el avión sobrevolase la ciudad como número espectacular de las fiestas del 3 de noviembre de 1920. La singular programación se convino por cinco mil sucres.

El aparato debía transportarse desde Guayaquil a Huigra sobre una plataforma de ferrocarril, para que desde este sitio cincuenta indígenas lo cargaran hasta Cuenca, donde Honorato Vázquez dirigía apresuradamente los trabajos de improvisar un aeropuerto en el sector El Salado, seis kilómetros al suroccidente de la ciudad.

Elia Liut, nacido en Italia en 1895 y galardonado en su país por su coraje durante la primera guerra mundial, se opuso a que el aparato se lo condujera de esa manera, pues consideraba vergonzoso para un piloto llegar a Cuenca a lomo de mula. Y se arriesgó a cumplir la mayor aventura de su vida.

El vuelo previsto para el 3 de noviembre fracasó por el mal tiempo y el avión retornó a Guayaquil después de una hora, en medio de miradas y sonrisas de ironía del público. Pero el audaz piloto estaba decidido a cumplir el desafío al día siguiente, y así lo hizo.

El Telégrafo I inauguró la aviación dentro del país y también transportó la primera valija de correo aéreo entre las dos ciudades. Los cuencanos pudieron además leer el mismo día la edición del diario El Telégrafo, otro acontecimiento increíble para la época.

En aquellos tiempos el viaje de Cuenca a Guayaquil duraba por lo menos tres días: uno se iba para llegar a El Tambo, en la provincia de Cañar; otro hasta Huigra, para tomar al otro día el ferrocarril para un viaje de seis horas a Guayaquil.

Noviembre de 1991

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