Hoy, con más de seiscientos mil habitantes y luego de su despegue industrial y comercial de la década del 60 y 70, tiene retos más grandes y encara hidalga el futuro convirtiéndose en ese faro de luz desde donde emana la esperanza de una patria más justa y equitativa gracias al tesón de su pueblo

Cuenca, cuando amanece, está llena de colores, sentidos y vibraciones. Es casi mágico recorrer la ciudad cuando apenas alumbran los primeros rayos del sol. El dios de los Incas y la bruma de las heladas de la madrugada recorre la piel y te cala hasta los huesos. Es una sensación única, la ciudad te respira y la sientes latir.

¿Es acaso Cuenca, a un año de celebrar su bicentenario de independencia, esa ciudad que seguirá latiendo y respirando en medio de una modernidad que, a paso acelerado, va haciendo que sus habitantes se vayan olvidando de su orgulloso pasado y de lo importante de conocerlo, entenderlo y valorarlo para poder proyectarse a los siguientes doscientos años?

Los primeros pobladores que habitaron estas tierras, según el historiador Juan Cordero, se remontan a más de diez mil años, de acuerdo con vestigios obtenidos en la cueva negra de Chobshi, cerca del Sígsig. Los Cañaris que habitaron esta región durante décadas nos recuerdan a ésta como su casa. Vivían en tres sectores muy marcados de la zona: Hatun Cañar al norte, Guapondelig o Tomebamba al centro, y Cañaribamba al sur. Aquí, a Tomebamba, varios cronistas, con una traducción más literal, lo llamaron campo de las espadas o cuchillos, por Tumi o Hacha. Es aquí donde prosperó Paucarbamba cuya traducción desde la poesía, como lo dice Juan Cordero, es la de dilatado campo lleno de flores.

Arrasada e incendiada por Atahualpa en su lucha contra los Cañaris, fue seguramente la ciudad más hermosa del imperio Inca, de la cual pocos rastros quedaron sin que se pueda establecer si efectivamente en donde se fundó la ciudad española de Cuenca, se asentó la hermosa Tomebamba, cuna de Huayna Cápac. Fue hasta 1929, cuando el arqueólogo alemán Max Uhle, publicó un informe en el que indica que, sin lugar a duda, precedió a la Cuenca española, la antigua ciudad de Tomebamba.

Esta ciudad, que como afirmaba Antonio Lloret Bastidas, tuvo una infancia de cuatrocientos años, logró su independencia en 1820 y casi cien años después, apenas conocía carreteras que la conecten con otras ciudades; no contaba con vehículos automotores, sino hasta 1912 cuando Federico Malo trajo el primero a la ciudad. En 1913 se funda el primer banco en la ciudad, el Banco del Azuay. Recién la ciudad había conocido la luz eléctrica, gracias a que varios indígenas cargaron en sus hombros en 1914 y llegaron a Cuenca con el primer generador eléctrico, gestionado por Roberto Crespo Toral. El primer avión aterrizó en un aeropuerto improvisado en 1920 al mando de Elia Liut. Eran treinta mil habitantes por esa época.

Hoy a casi doscientos años, cerca de su bicentenario de independencia, con más de seiscientos mil habitantes y luego de su despegue industrial y comercial de la década del 60 y 70, Cuenca tiene retos más grandes y encara hidalga el futuro convirtiéndose en ese faro de luz desde donde emana la esperanza de una patria más justa y equitativa gracias al tesón de su pueblo que la ha levantado y forjado a pulso a pesar de los vaivenes de la coyuntura del momento.

En estas líneas de recordación, no queremos dejar de citar a un testigo viviente de muchos de estos históricos logros que dieron el inicio a la modernidad de Cuenca. Nos referimos al Señor Don Ernesto Córdova Torres, hijo ilustre de esta tierra, nacido en 1914, quien, desde los inicios del siglo pasado, ha contribuido al desarrollo de la ciudad como artesano en su taller de sastrería, concejal de Cuenca por más de una década y dirigente del sector artesanal, cruzando las fronteras patrias llevando en alto el nombre de la clase obrera de Cuenca y el país. Para él, a quien tenemos el gusto de conocer y ser parte de su familia, rendimos homenaje desde esta columna de opinión.

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