José Simón Astudillo en la sala de máquinas de la planta procesadora de alimentos.

 

El asilo infantil al que asistió en los años 20 del siglo XX es ahora un hogar para ancianos: un cuencano que guarda clara la memoria de su vida, tiene muchas experiencias para contar a los hijos, nietos y más descendientes de sus generaciones

José Simón cursaba el tercer grado escolar cuando el lego Dositeo le asestó una vara por la cabeza, y él respondió  vaciándole el tintero en la sotana. El lejano episodio lo recuerda con humor  y también con resentimiento.

El golpe marcó un referente en la vida de José Simón Astudillo Quintanilla, al descubrir lo que es ser rebelde ante lo injusto. El compañero Contreras le había pedido le corrigiera en el examen y antes de que accediera o no, sintió el castigo que le montó en cólera, y se largó a carreras de la escuela de los Hermanos Cristianos.

El 20 de mayo reciente cumplió 96 y era la ocasión para punzarle la memoria, que aún la tiene fresca. La cita fue en la empresa FRUVECA, procesadora de frutas, vegetales y cárnicos, donde como buen gerente y dueño, con impecable mandil blanco, no falta en las horas laborables y, si hay pedidos extras, en horarios extendidos.

De mediana estatura, rostro curtido sin arrugas, la cabellera más que rara, los bigotes conectados a la barbilla encanecida, erguido y sin bastón, es hombre de conversación fluida a quien la vista y los oídos le funcionan de maravilla. Tras los anteojos, la mirada escrutadora.

A los tres años le matricularon en el Asilo de Madres de la Caridad, del barrio San Sebastián, donde hoy, ironías del tiempo, está un asilo para ancianos. De compañeros recuerda a Dora Canelos y  Francisco Estrella, que como quizá todos los demás, ya están en otro mundo. Y de ambos se acuerda porque llegaron a ser importantes, ella como educadora y él también como maestro, además de humorista de los serios y periodista satírico del semanario La Escoba.

A poco que escapó de la escuela religiosa otro lego, Eduardo, le buscó para que volviera, pues era el mejor de la clase y hasta escribía en la revista Travesuras, pero no dio vuelta a torcer y fue a la fiscal Luis Cordero y el último año a la municipal Federico Proaño, antes de pasar al Benigno Malo, colegio ubicado en la plazoleta de Santo Domingo. Aquí hizo amistad de por vida con Hugo Ordóñez Espinoza, con quien serían hoy los únicos vivientes de los benignistas de entonces.

Siempre inquieto y emprendedor –como lo llamarían hoy-, José Simón dejó el Benigno en segundo curso, para ir al colegio militar Eloy Alfaro, en Quito. Entonces tenía 13 años y su apoderado era un viejo amigo de su padre, Max Witt, tío de un señor apellidado Mahahuad  Witt que al finalizar el siglo XX llegó a Presidente de la República y acabó derrocado.

 El colegio militar ofrecía becas a los alumnos que en el primer trimestre tuvieran las más altas calificaciones y José Simón no solo alcanzó la suya, sino que fue jefe del curso. Pero frente al brillante alumno, que además sobresalió en varias disciplinas deportivas, surgieron celos y antagonismos que reactivaron sus impulsos rebeldes, cambiándole el rumbo: dio exámenes y fue recibido en la Marina, donde también hubo molestias de profesores hacia el joven con ínfulas de liderazgo, calificado como Brigadier Mayor. “Un teniente cuencano, apodado Loco Andrade, me hacía la vida imposible con castigos por nada, imponiéndome ejercicios forzados y trotes para que me despechara”, recuerda.

Y en 1942 acabó graduándose Bachiller del Benigno Malo, en la especialidad Físico-Matemáticas, que le abriría el camino a la Universidad en la escuela de Química y Farmacia de la Facultad de Ciencias Médicas. En 1946 obtuvo el título de licenciado y en 1948 el doctorado en Química y Farmacia, con la medalla “Benigno Malo”, para el mejor egresado de la promoción.

En 1942, aún alumno universitario, fue nombrado Jefe de Laboratorio en la Facultad de Química, cargo que lo ejerció hasta 1946. Entonces la Universidad funcionaba en el edificio donde hoy está la Corte Provincial de Justicia, en el parque Calderón. Su aula, en el tercer piso.  

A partir de entonces asentaría cabeza dedicado a su especialidad, a la creación de empresas afines y al periodismo deportivo. En los años universitarios, con Hugo Ordóñez, había participado en fundar la Federación de Estudiantes Universitarios del Ecuador (FEUE), de la que Hugo fue primer presidente en Cuenca, así como la Liga Deportiva Universitaria. Cuando cursaba el segundo año universitario había contraído matrimonio con Lastenia Ferrand Crespo y advino el hogar con hijos y familia.

Por esos años había fundado el Círculo de Periodistas Deportivos del Ecuador y fue su presidente, dignidad que ocuparía varias veces en el núcleo del Azuay. También fundó el Colegio de Químicos y Farmacéuticos del Ecuador, ocupando su presidencia y del núcleo azuayo varias veces. Como dirigente del gremio, concurrió a eventos internacionales en México, Brasil, Estados Unidos y otros países.

A mediados del siglo XX el químico y farmacéutico instaló la primera lavandería automática de Cuenca, que la puso por nombre, precisamente, La Química. Fue un riesgo, pero tuvo éxito y funcionó hasta hace poco, cuando vinieron equipamientos modernos, de tecnología avanzada, con la que sus máquinas ya no podían competir y las archivó en bodegas.

Lote de vinagre de manzana, listo para empacarse y salir al mercado.

Lo que conserva y le satisface es la empresa alimenticia FRUVECA, que empezó en1968 y sigue en operación, en una planta de cuatro mil metros cuadrados, al occidente de la ciudad, en la zona urbana que entonces era todo campo.  Allí elabora salsas, sazonadores, vinagres, cebiches de concha enlatados y derivados de frutas, con el nombre patentado de Parrish, de venta en supermercados y tiendas del país.

Al casi centenario industrial le gusta mostrar las máquinas y secciones de producción de FRUVECA, recorriéndolas como en los mejores tiempos. También, los reconocimientos, preseas y diplomas recibidos de los sectores productivos, municipales y gremiales. Es hombre aún fuerte, de buen barro.

Cuaderno de poesía, publicado en 1996.

José Simón Astudillo Quintanilla, como hijo de la Atenas del Ecuador, incursionó en la cultura toda la vida. En la infancia aprendió a tocar el piano y otros instrumentos, primero en casa y luego en el Conservatorio de Música recién fundado. Provenía de un hogar de tradición por el periodismo y la literatura y él la continuó en su vida. En 1961 escribió una nota necrológica de homenaje a su padre, José María Astudillo Ortega, de la que vale citar un párrafo: “Una película rápida de recuerdos de esa niñez hermosa que solías salpicarla de primor con tus delicadezas, las navidades, los villancicos del Niño que nos enseñabas con el abrazo fraterno, las frías tardes que nos acurrucábamos junto a ti para en una vieja ortofónica escuchara a los grandes maestros, tu predilección por Chopin, Verdi, Beethoven… tu vida de periodista, los sinsabores de la vida y nuestros pasos escolares”.

En 1996 publicó un cuaderno de poesías que lo puso por nombre Pedazos de Vivir, donde evoca tiempos de la infancia, de la vida, del amor familiar y las etapas de la existencia. Ahora prepara una segunda parte, con el mismo título, que espera publicarla “antes de que sea tarde”.

¿Cuál es el secreto para no hacerse viejo? El jovial anciano sonríe y contesta de memoria: “Vivir en paz con la conciencia, nunca juzgar mal a nadie y ver lo bueno en todos, que de lo malo lo juzgue Dios. Si a quienes nos han hecho daño los perdonamos, ya no tenemos enemigos. Además, soy vegetariano, como frutas, camino y hago bicicleta estática todos los días”.

No es religioso, aunque de niño lo infundieron las tradiciones católicas como al común de los ecuatorianos. “Soy creyente en Dios –dice-, pero en un dios no cristiano, pues a alguien infinito e inconmensurable no se lo puede reducir a una religión, de las que hay tantas”. El doctor noventón, que se divorció por primera vez hace más de sesenta años y por segunda vez no hace mucho, confiesa ser feliz en la medida en que la felicidad humana existe. Es padre de ocho hijos, abuelo de una docena de nietos y de muchos más bisnietos.

Es un privilegio a su edad caminar con salud, pensar, trabajar y recordar la vida entera. Y también para el periodista, dialogar con un actor y testigo de cosas y personas de las que sólo puede contar un sobreviviente del tiempo: “Yo era niño cuando  mi padre me llevó de la mano a visitar a su amigo Remigio Crespo Toral en su domicilio de la Calle Larga, donde está hoy el museo con su nombre –recuerda-. Al preguntar por él, la empleada nos invitó a subir a la segunda planta, advirtiendo que el poeta no estaba en buen estado. Y le encontramos, con Honorato Vázquez, cada uno con una copa  en la mano y la botella de licor en medio”, dice, insistiendo en que esta escena la revive con tanta nitidez como la de la imagen de la compañera del asilo infantil, la finada Dorita Canelos, que era toda un ángel de la estrella…

En 1980, en Río de Janeiro, recibe el trofeo Turismo y Hostelería, en premio a sus productos alimenticios.

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