Desde 1830 la corrupción es causa principal de la inestabilidad política, la tara que inevitablemente engendra la caída de todo régimen incapaz y su sustitución por otro al que se le supone más competente
La serpiente de la corrupción se desliza sin pausa ni fatiga por todos los poderes del Estado, escupiendo su oprobioso veneno en el rostro de la gente honrada. Sus domadores, unos pocos, están en la cárcel, la mayoría prófugos y más de un centenar a la expectativa de lo que haga o dejen de hacer la Fiscalía y Contraloría General del Estado, en tanto los miles de millones de dólares de la corrupción están en paraísos fiscales, bajo tierra o en manos de testaferros.
Hay sobradas razones para afirmar que, desde los inicios de la vida republicana, el principal problema político y social del Ecuador ha sido erigir barreras para controlar a los individuos o grupos que tuvieron la tentación de subordinar el bien público a sus intereses personales. La mirada del historiador se remonta al pasado para mostrar, cómo hasta ahora, los déspotas, dictadores y autoritarios que se presentan “incorruptibles”, y pretenden restablecer la sociedad ideal, instauran rápidamente dictaduras donde la corrupción se propaga por los laberintos del secreto de Estado. Las democracias no son inmunes a la corrupción. Pero ha quedado probado que sucumben a ella cuando dejan que se instalen zonas oscuras, a cuya sombra el obsceno de poder puede desarrollarse sin control alguno como sucedió en la década perdida “de mentes lúcidas, corazones ardientes y manos…” de Rafael Correa, en donde la independencia de poderes se convirtió en letra muerta.
No cabe duda de que la tradicional visión pesimista del ser humano, considerado corruptible por excelencia, es una consecuencia del dogma religioso sobre la imperfección de toda criatura. La lectura de los hechos enseña que, en formas diversas, la corrupción en el Ecuador ha sido siempre una actividad floreciente. En dictadura o en democracia el principal corrupto es el soberano autoritario, dispensador de favores y de privilegios que se transmiten desde arriba hacia abajo de la estructura de poder.
Desde esa investidura, el autoritario manipula a sus allegados, socavando la autoridad de las instituciones públicas y de control, transformando una burocracia celosa de sus prerrogativas en refugio de cortesanos y de parásitos aduladores, y cuando la obediencia ciega sacrifica sus libertades y su honor en aras de los favores del gobernante en el poder, queda abierto el camino para la corrupción, con sus excesos y sus vergüenzas como las que estamos viviendo a diario y desde hace varios años atrás como resultado de la desintegración en la base del cuerpo político. La ambición de los individuos, los clanes o las facciones del poder representan una amenaza constante para la estabilidad y la cohesión de las instituciones republicanas.
Gracias a sus redes de clientes y aliados, los intrigantes pueden influir en las decisiones de los tribunales de justicia, amañar los nombramientos de magistrados y acaparar los puestos más lucrativos. En democracias imperfectas como las nuestras, resulta tentador comprar y vender los votos de los ciudadanos incautos y más pobres repartiendo dinero, víveres o regalos, generalmente a la luz del día para después recibir diezmos como lo prueba la abundante documentación que reposa en la fiscalía.
Tarde o temprano, el relajamiento de la moral política y privada, la indiferencia popular y la arrogancia de los opulentos acaban por hundir la república en los abismos de la protesta social para hacerla caer en los brazos de un improvisado dictador. La manera de abordar el problema de la corrupción cambió radicalmente en los últimos diez años al convertirse en asunto de moral colectiva y control social, donde los medios de comunicación han tenido y tienen un papel protagónico, a través del periodismo de investigación. Dentro de este entorno, debe destacarse el trabajo de las comisiones anticorrupción que, con total independencia y libertad de acción cumplen una tarea de sanidad moral para vigilar la calidad y la transparencia en la adquisición de bienes y servicios del Estado, alertando y erradicando las mafias de contratistas enquistados en la mayoría de las entidades públicas.
El Consejo de Participación Ciudadana y Control Social bajo la presidencia de Julio César Trujillo, se convirtió en un baluarte contra la corrupción. Hoy ese mismo organismo, en manos sucias, está condenado a desaparecer ante la repulsa de amplios sectores ciudadanos que piden una consulta popular.
Con estrategias y esfuerzos se ha podido sacar a la luz pública y desmantelar la vasta red de corrupción en todos los niveles de la administración del anterior gobierno, y han logrado desenmascarar, inculpar y llevar ante los tribunales a algunas poderosas personalidades del ámbito político, despojándolas de su prestigio y su nociva influencia. Los estallidos de ira que ha suscitado el interminable escándalo del denominado “arroz verde” demandan transparencia en las decisiones e investigaciones, y la vigilancia de la opinión pública. Y, en medio de todo este ciclo infernal de corrupción, sería error creer que la peste es enemiga del actual gobierno, cuando estamos viendo que la serpiente de la corrupción se desliza por los pasillos de Carondelet.