La violencia contra la mujer parece provenir de un estado mental anclado en la etapa auroral del género humano, cuando la distinción sexual fue el principio ordenador de la estructura social   

A finales del siglo XIX, Manuel González Prada se refirió a la descomposición reinante en su país: “El Perú es un organismo enfermo: donde se aplica el dedo brota el pus”. Con ligeras variantes, dada la falta de originalidad, la frase se aplica a menudo a la realidad ecuatoriana. Solo que ahora no es pus; lo que brota es sangre.

    La violencia contra la mujer parece provenir de un estado mental anclado en la etapa auroral del género humano, cuando la distinción sexual fue el principio ordenador de la estructura social. En “Los mitos de nuestro tiempo” (2013), Galimberti describe la forma en que se regulaba la conducta en los asentamientos primitivos.

     Si el bosque constituía el espacio del varón cuya herramienta de trabajo era el arco de caza, el espacio de la mujer estaba en el campamento que ella recorría también con su instrumento: el cesto de la recolectora. Cuando el hombre retornaba agotado al espacio vital de la mujer en busca de reposo, ella seguía trabajando. (Más tarde, quien regrese no será el cazador sino el guerrero). Se trataba de papeles distintos, asignados por la sola diferenciación sexual; trocarlos implicaba una infracción degradadora. El varón que cambiara el arco por el cesto perdía la masculinidad; ya no cantaría sus hazañas, pues debía integrarse al coro de lamentaciones que entonaban las mujeres. Así, la sexualidad se había transferido del cuerpo al espacio y de este a los objetos. (En nuestra región, las damas de antaño llamaban “huallmico” al varón que se ocupaba en “quehaceres mujeriles”, según anota Alfonso Cordero Palacios).

     A grandes rasgos, tal ha sido el modelo sobre el cual empezó a organizarse la sociedad, un esquema siempre actualizado por represiones de orden religioso, moral e ideológico que con el andar del tiempo generaron otras divisiones conflictivas: amos y esclavos, blancos y no blancos, practicantes de una religión y practicantes de otra, nativos y extraños. La historia está pautada por la tensión entre opresores y oprimidos. En cuanto a la mujer, el avance científico y tecnológico ha contribuido a liberarla de la que se consideraba su única función: la reproductiva, un avance decisivo en la lucha largamente sostenida por las organizaciones femeninas en pos de su emancipación. El etólogo inglés Desmond Morris, que debe andar por los 91 años, ya expuso las variadas funciones que, aparte de la reproductiva, desempeña el sexo en la sociedad contemporánea (“El zoo humano”, 1969).

     Liberada de temores y mitos ancestrales, la mujer dispone hoy de su cuerpo a voluntad y es capaz de trazar por propia cuenta el rumbo de su existencia; en teoría, puede acceder a casi todos los escenarios levantados para que actuaran los varones, pues ya no es la diferencia sexual la que determina el reparto de los papeles; aunque haya para el efecto otras limitaciones; entre ellas, la biológica. Mujeres desempeñan todas las profesiones, incluida la militar y, de seguro, en uno de estos días entrarán al sacerdocio u obligarán a renovar el lenguaje. Comparten el ejercicio del poder; mantienen posiciones de liderazgo en los espacios que definen el curso del acontecer.

      Sin embargo, sería una victoria poco significativa si la mujer afincara su aspiración en la conquista de las posiciones y atributos de la masculinidad cuando ya es socialmente repudiable cualquier pretensión del hombre por volver a su antiguo estatus de señor del bosque. A él y a ella les amparan los mismos derechos por la simple razón de pertenecer al género humano. La condición sexual no instituye división sino complementariedad, autonomía solidaria para garantizar la supervivencia de la especie y para encauzar un destino común como habitantes pasajeros de un planeta que tal vez nos sobrevivirá, ajeno a nuestros quebrantos.   

     Tal como sugería Alberto L. Merani (“La condición femenina”, 1970), es responsabilidad de hombres y mujeres armonizar su estructura biológica -fija, aunque manipulable- con la movilidad de las relaciones sociales que asigna nuevos roles compartidos conforme avanza la civilización. Buscar ese equilibrio mental será el mejor antídoto contra la violencia. ¿Cómo conseguirlo? Es la tarea pendiente que ha de asumir el Estado a través de su sistema educativo, porque el futuro no está en lo que se espera, a veces vanamente, sino en lo que se hace.

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