El superlativo de pendejo es cojudo.
Mónica Varea, EL UNIVERSO, Guayaquil.
Para ganar una guerra, no es necesario que des tu propia vida por tu país. Basta conque hagas que otros cualesquiera -- infelices hijos de puta -- den su vida por tu país.
Atribuido al General estadounidense George Patton.
Qué es la palabra? Comencemos por la base: Juntamos unos elementos sonoros o gráficos. Luego, a estos, les agregamos un significante. Y, así, unas cuantas sílabas – los elementos -- logran un significado. Y ya está hecha una palabra. La tal puede llamarse también concepto o pensamiento. El concepto puede modificarse, mediante un prefijo o un sufijo. (Preexistente, dictadura; sobreprecio, minimizar.) Y puede unirse a otros conceptos, mediante unos conectivos: i, o, en, a, para. De este modo, obtendremos un conjunto articulado; al cual llamaremos discurso. El discurso sería, pues, la dinámica del lenguaje, la corriente del pensamiento. A propósito, aquí, va bien una aclaración de Don Miguel de Unamuno: Las palabras no son, solamente, la envoltura del pensamiento; son el pensamiento mismo. De otra manera: pensamos con las palabras. Con mayor precisión y, en definitiva, palabra y pensamiento son sinónimos. ¿Argumento correcto? ¿Hemos aclarado o hemos complicado el asunto? Usted dirá. Adelante.
¿Hay malas palabras? Si nos atenemos a los dichos anteriores, no las hay. Habría, en todo caso, malos pensamientos; y malos sentimientos. (Se dice – con bastante razón – que también pensamos con los sentimientos.) Roberto, El Negro, Fontanarrosa – un conocido humorista argentino -- lo enfatizó adecuadamente: Si hubiera malas palabras, yo no podría pronunciar – con total inocencia – el nombre del ilustre director de la Real Academia Española, Don Víctor García de la Concha, aquí presente… / Bien, bien… ¿Entonces, las palabras son, simplemente, instrumentales? ¿Es el pensamiento él que las hace unas u otras? En fin, afirmemos que – como una forma de hablar, nada más – sí podemos mantener la palabra PALABRA, con la acepción, simple, de envoltura o continente. Podremos decir, pues: Palabras, palabras, palabras…; o, palabras al viento. O – como Becquer – Las palabras son aire, y van al aire… O, palabrería, con el sentido de casi vaciedad; o, peor aún, de mera y artificial sopa de letras.
Y, ahora, -- para seguir – ilustremos, el asunto de las malas palabras, con un cuentito pertinente. La primera persona, del mismo, corresponde a quién nos lo contó. Procedamos.
Cuando mi madre se divorció, nosotros tres – ella, mi hermano Pedro y yo --vivimos, unos años, en casa de mi abuela materna. Ya vivía, también, allí, la tía Bertha y sus dos hijos; estos, de, más o menos, nuestra misma edad. (El esposo de Bertha, Santiago, había fallecido en un accidente de aviación.) A su mediana cincuentena, la abuela era aún vigorosa y enérgica; y sabía mandar. Era una católica moderada: la misa del Domingo y algún que otro rezo. Dirigió el hogar, después del fallecimiento del abuelo Miguel. (Ocurrido a sus 52 años; por las inesperadas complicaciones de un disparo, que recibió de niño.) Los siete miembros de la familia matriarcal – ocho, con la chica del servicio – llevábamos una vida modesta, tranquila y ordenada. La abuela había dispuesto correctamente las tareas domésticas: cocina, lavandería, limpieza, compras… Los cuatro primos sólo debíamos asistir a la escuela; y hacer los correspondientes deberes. Y – claro – portarnos bien; es decir, -- según Bertha -- no usar los paraguas como paracaídas, no ponernos en la cabeza las medias de nailon, no interrumpir la conversación de los mayores…
La vida se alteró, sin embargo, cuando el tío Juan – el menor de los tres hijos de la abuela – regresó de España. Había viajado allá, para seguir unos cursos de artesanías artísticas: vitrales, repujado en cuero y cobre, artículos para festejos (disfraces, adornos, bengalas…) Para comenzar su trabajo, el tío instaló un tallercito, en uno de los corredores del patio, cubierto de césped. Allí estaba; dale que dale, con sus herramientas, sobre el tosco banco de carpintería… Una mañana, -- mientras yo desayunaba, con mi primo Eduardo – oí un fuerte grito:
--¡Me cago en las glorias de España…!
Vaya… ¿Qué pasó? ¿Desvariaba el tío? No… Fue sólo el comienzo de sus maldiciones. Después, – cada vez que algo le salía mal o, simplemente, se aburría – Juan se cagaba en los gallegos, en los gitanos; en las cantaoras, en las estrellas del cine mudo; en el Marqués de Portago, en Franco; en los museos de El Vaticano, en la cumbre del Chimborazo. En una serie, pues, -- larguísima y variopinta -- de personas, lugares situaciones y condiciones. Un buen día gritó:
--¡Me cago en Dios! Por más señas: El Creador, el Ser Supremo.
Aún recuerdo el asustado rostro de mi madre. Miró al techo, para ver si lo partía un rayo; y, luego, al piso, para ver si la tierra se abría. Ni cayó el rayo, ni se produjo el terremoto… Pero sí, en cambio, – y colmando la blasfemia – se oyó el sonoro remate del tío:
--Yo me cago en Dios. Y no me pasa nada… Gilitos… Ja, ja, ja.
A esta altura, la abuela ya se sentía molesta. Un día, le espetó a Juan:
--Ya basta, hijo, ¡por favor!
No logró moderarlo. Sobre todo, porque nosotros – los cuatro primos – habíamos tomado la costumbre de festejar las groserías del tío. Nueva grosería, otras risas. Así continuamos… Hasta que, cierto día, Juan gritó:
--Me cago en la Virgen del Cisne y en los bocadillos de Loja.
La abuela – que estaba cerca – se plantó ante el tío; y sólo le dijo fuerte:
--¡Juan…!
Tampoco, resultó. Pero ya el asunto había ido demasiado lejos. Y la abuela le había dicho, a mi madre, que iba a parar la inconducta. Principalmente, por el mal ejemplo que daba a los sobrinos; y la indisciplina que estaba creando. Unos cuantos días más. Y, esta vez, Juan gritó:
--Me cago en el Quenopodio Estrella y en la leche con nata.
Nosotros nos reímos largamente. Creo que mi madre hizo un esfuerzo, para no reírse también… Estrella era un pobre hombre, – un campesino rubio, vestido siempre con una vieja ropa de militar –
que pasaba, todas las mañanas, con su borrico; y nos dejaba la leche del día. Solía charlar, un poco, con la abuela; quien le convidaba una taza de café o un vaso de gaseosa. Agradecidos, invariablemente, con un:
--Dios sólo (sic) pague, patronita.
Bueno… Me pareció que había llegado el momento de la decisión. Y así fue. Vi que la abuela salía, al patio, con una imagen de la Virgen del Cisne. Y, con la voz intencionalmente tranquila, le dijo al tío:
--Juan, no te burles de la gente humilde. Estrella es una buena persona… Y deja ya de gritar y ven acá. Y bájate, de una vez, los pantalones; y cágate en la Virgen. ¿Oíste?
El tío se puso colorado; luego, pálido. Se calló, de inmediato. Podía escucharse su silencio… Al día siguiente, -- cuando yo tomaba el café de la mañana – él cantaba quedamente:
--Luna que se quiebra, sobre las tinieblas de mi soledad…
Mi madre debe haber notado mi sorpresa. ¡Qué cambio! Y sintió la necesidad de explicarme:
--El tío Juan no tiene todavía el dinero suficiente, para poner un taller fuera de casa… Además, se ha enamorado; y quiere casarse…
Mis lecciones del cuento. (1) La enérgica abuela – María Gracia Rosales de la Cuesta – es mi personaje inolvidable; y el tío – Juan Espeche Rosales – el sinvergüenzón más simpático, que he conocido en mi vida. (2) Una mala palabra puede darle autenticidad, y fuerza, a la expresión oral o a un texto. Pero las malas palabras – usadas sin motivo, con abundancia, o como ripios – sólo denotan ordinariez. (3) Seamos propios y directos. Escribir hijo de p…, o pendejo con c, es inadecuado; y es, además, una pequeña y llana hipocresía. (4) España es un gran país. Hay una muy buena cantidad de logros peninsulares muy positivos; que nosotros, los latinoamericanos, debiéramos imitar o emular. Pero, también hay, en esa Viña del Señor, ciertos rasgos negativos: la garrulería, el ensimismamiento y la tosquedad; que debiéramos censurar y evitar. Y (5), pensemos en lo que hacemos y decimos; antes de hacerlo o decirlo. / Esto último – aunque, a primera vista, no lo parezca -- es muy importante. Por lo tanto, ojalá que así sea.