“Su rostro trigueño, tendiente a la palidez, tenía una expresión sumamente amable. Sonreía frecuentemente con marcada espontaneidad (…) Sus ojos grandes, cafés y expresivos (…) Carrilludo, el contorno del rostro semejaba a los retratos de Luis Felipe, rey de los franceses en 1830”
En 1938, presidía el Concejo Municipal de Cuenca Carlos Aguilar Vázquez, acompañado de los concejales Luis Guillermo Peña, Clodoveo Dávila Cordero, Daniel Octavio Barrera, Carlos Íñiguez Moreno, Leopoldo Abad Hurtado, Francisco Sojos Jaramillo, Nestorio Ugalde, Alberto Vélez, José Eljuri y Julio Abad Chica. En aquella época, las concejalías eran funciones honoríficas, pues constituía suficiente gratificación representar a la ciudad y velar por su progreso.
Un año antes, el 22 de octubre de 1937, había fallecido un personaje admirado por la sociedad cuencana. Su antiguo discípulo, Manuel Muñoz Cueva, lo recordaba tiempos después: “Su rostro trigueño, tendiente a la palidez, tenía una expresión sumamente amable. Sonreía frecuentemente con marcada espontaneidad (…) Sus ojos grandes, cafés y expresivos (…) Carrilludo, el contorno del rostro semejaba a los retratos de Luis Felipe, rey de los franceses en 1830”.
Al siguiente día se oficiaron las ceremonias fúnebres. Compitieron en la catedral los discursos que enaltecían los méritos del difunto, en especial los literarios. Habló así el canónigo teologal Víctor J. Cuesta Vintimilla: “Convencido de la necesidad de la educación artístico-literaria, fundó el Círculo Católico, centro en el cual se congregó gran parte de la juvenil intelectualidad azuaya. En él ensayó en las letras a más de una generación para honor de la Patria”.
Remigio Crespo Toral, Rector de la Universidad de Cuenca, dijo: “Educado con jugos de la tierra nativa, perfeccionado en la cisterna de aguas vivas de San Sulpicio, abeja americana que trajo miel de las flores de Francia, humanista de los pocos que nos quedaban, clásico por la mesura, contagiado de romanticismo, el que –añadido a la corrección helenicada- da el fruto agridulce, delicia de la naturaleza y manjar literario de todos los tiempos”.
El poeta Agustín Cuesta Vintimilla metaforizó: “Antes que el inflexible barquero conduzca sus despojos mortales a la brumosa orilla del más allá, permitidle al último de sus amigos y discípulos, riegue sobre este montón de polvo, que torna a polvo, las humildes flores de la despedida, que bien lo merece el árbol que cae agobiado de frutos. Permitidle que junto al cirio apagado hable la voz de mi tristeza, cuando se esfuma la llama que ardía para todo lo noble, para todo lo bueno”.
No podía faltar el presbítero Miguel Cordero Crespo: “Hombre excelso, esplendoroso: a primera vista se imponía su prestancia no solo a los ojos del literato, del académico y del sabio, sino a los de todos los que se acercaban a él. El magnífico empleo de sus talentos, sus virtudes, más brillantes por más escondidas, sus cualidades de espíritu y de corazón quedarán escritos para siempre, como en palpitante pliego, en el alma de los que supieron quién era él”.
Se sumó a la despedida Luis Cordero Crespo (no el “grande”, que había muerto veinte y cinco años atrás): “No fui su discípulo literario, como casi todos mis coetáneos, pero le abrí mi conciencia de niño y de joven, y sus sabios consejos y sus ambles perdones descendieron a mi alma con frescura de rocío bienhechor. Ese rocío, al brotar por mis ojos, se ha transformado en lágrimas, y lo lloro, lo lloro profundamente…”.
Por último, cuando se devolvía al polvo lo que pertenecía al polvo, vibró la cripta de la catedral nueva con las palabras de Alfonso Andrade Chiriboga: “Entre sus manos tembló nuestra alma con las primeras juveniles emociones y por él, vertidas fueron en nuestros labios las primeras gotas exprimidas al panal de la belleza”. Y remató el discurso con estos versos, bien merecidos por el difunto: “Te has desprendido de la tierra esquiva / al igual que una alondra, en manso vuelo; / llevabas en el pecho un arpa viva, / y sus sones solo eran para el cielo”.
El 20 de octubre de 1938 –íbamos a recordar-, el Concejo Municipal de Cuenca, presidido por Carlos Aguilar Vázquez, resolvió: “…la creación de un parque público que se denominará NICANOR AGUILAR, y que estará ubicado en la intersección de la calle Sandes con las avenidas Quito y Huaynacápac”. ¿En dónde?, se preguntarán muchos lectores. Podrían honrarle al sacerdote, orador, maestro, literato, periodista, averiguándolo, antes de que concluya el año del sesquicentenario de su nacimiento (25 de marzo de 1869).