Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro. / Simón Bolívar
No hacer daño es, en realidad, el único mandamiento humano y social. / Anónimo
En la unión, está el bien de todos. Nunca promovamos la discordia; nunca separemos; siempre juntemos; siempre colaboremos. En definitiva, seamos buenos prójimos y buenos ciudadanos. Nos conviene. En el Ecuador poscorreista, estas reflexiones son muy necesarias, y, en verdad, casi inevitables e ineludibles
Uno de los peores rasgos de la Década Siniestra – nombre que le aplica, al Correísmo, Hernán Pérez Loose, de EL UNIVERSO, de Guayaquil – fue la promoción del odio. (¿Siniestra? Sí, señor. En dos sentidos. El literal, equivalente a zurda; y, el figurado, de sombría.) Y, así, el país se dividió. Y, en un lapso, más bien corto, las opiniones políticas se envenenaron. Algo parecido ocurría, por el mismo tiempo, en la Argentina, con aquello que, allí, se denominó La Grieta. Y, en una línea parecida, se pusieron los independistas catalanes, con su absurdo y marcado antiespañolismo. (Desde la escuela, se les repetía, a los niños, que los peninsulares -- ¿acaso ellos también no lo son? -- le robaban recursos y dinero a Cataluña; y que se proponían eliminar su lengua y destruir su cultura.) Bueno, ¿cómo se llega a estas lamentables situaciones?
Pues, muy sencillo: Los demagogos manipulan los sentimientos de la gente, – ojo: los sentimientos – mediante falacias, medias verdades y completas falsedades. (Y -- en esta época de la imagen, la propaganda, lo virtual, la posverdad y la ignorancia cívica -- suelen tener un éxito amplio, rápido y fácil.) Como puede comprenderse, de esta manera, la razón y la verdad quedan casi excluidas de la política práctica. ¿Una enorme desgracia? Claro. ¿Se la debe evitar? Por supuesto. (No se puede dividir un país, cuya formación ha llevado siglos; romper la armonía colectiva, siempre tan delicada y tan necesaria; desobedecer el derecho, que es un contrato social…) Aquí, se tratará de eso. Adelante.
El odio se puede promover de varias maneras. Una: La demonización de los competidores o rivales. Con un lenguaje de nombres despectivos y adjetivos gruesos: reaccionarios, fachos, pelucones, gusanos, cipayos… Dos: Con el uso malintencionado de la propaganda; que denigra a sectores o grupos (ricos explotadores, judíos avaros y manipuladores, masones embozados, árabes terroristas, inmigrantes perjudiciales…) Tres: En el nivel personal, con la difamación y la calumnia; que – aun siendo por completo falsas – siempre dañarán, por despertar sospechas… (No ha conocido usted, alguna vez, en alguna institución, a esas personas, a las que se califica de pérfidas, insidiosas o disolventes; murmuradoras, correveidiles…) Cuatro: Dándole, al asunto, un sesgo, supuestamente, intelectual y respetable. La lucha de clases – lo dijo ese genio de la Filosofía y la Economía llamado Carlos Marx – es el motor de la historia… (Y valga, en este punto, una digresión, Así, la propaganda convierte una hipótesis – o, cuando más, una teoría – en un dogma duro, peligroso y amenazante; algo que, quizás, ni su mismo autor habría aprobado. Recordemos: Pese a ser semirreligioso, Marx era un dialéctico y un gran pensador. Y, ciertamente, nada es más antidialéctico, y menos razonable, que un dogma.) Y, – quizás, haga falta señalar y repetir otra vez -- que, por el camino del odio, se ha llegado a las revoluciones y a las guerras. ¿Se acuerdan ustedes de aquello – que se decía de los alemanes – que fueron los maestros de escuela, patrioteros y vengativos, quienes enviaron a sus alumnos a las trincheras?
“Por el camino del odio, se ha llegado
a las revoluciones y a las guerras.
¿Se acuerdan ustedes de aquello
– que se decía de los alemanes –
que fueron los maestros de escuela,
patrioteros y vengativos,
quienes enviaron a sus
alumnos a las trincheras?”
Y, aquí, -- como siempre – lo mejor es conocer cabalmente el asunto. Hay que meditarlo y tratarlo. La lucha de clases, por ejemplo, bien puede estudiarse en las ciencias sociales; y debatirse en los medios de comunicación. (Atentos: Una cosa es la exposición y el debate; y otra, muy distinta, la promoción y el adoctrinamiento.) A propósito, hemos visto – en ciertos periódicos honestos – presentar, simultáneamente, los argumentos, en pro y en contra, de algún tema controversial. (Hace poco, en la Argentina: la legalización del aborto, las nuevas fuerzas armadas…) Así, el lector se entera, discurre, decide… Ese es el papel pedagógico y formativo del buen periodismo. También el arte – sobre todo la Literatura—puede tratar, en forma conveniente, estos problemas. Y, sobre la marcha, nos encontramos, aquí, con los asuntos de las libertades y los derechos. (Que, con cierta frecuencia, colisionan y se limitan entre ellos.) Si un autor, por ejemplo, -- en uso de su libertad creativa -- crea unos malos simpáticos (el Naún Briones, de Eliécer Cárdenas; los cuchilleros, de Borges) no puede ser considerado como un apologista del delito. Más bien, todo lo contrario… Vargas Llosa ha señalado, al respecto, el valor catártico de las obras literarias. (De alguna manera, -- al presentar imaginativamente el mal – lo exorcizamos.) Y – aunque nos duela un poco decirlo – talvez soportaremos, con estoicismo, ciertos males y rigores, inevitables, de la vida política y social, si comprendemos el absurdo de Camus, la burocracia kafkiana y el totalitarismo de Orwell. El mal existe; y hay que comprenderlo y enfrentarlo. Ignorarlo, buenistamente, será siempre una ingenuidad.
Y no vamos – en esta argumentación – a proponer, de lleno, los valores del amor y la solidaridad. (Como harían algunos religiosos sinceros o los consejeros de la autoayuda.) Usemos, más bien, al margen de ellos, el pragmatismo social. Hagamos las cosas, no por la moral; sino porque nos conviene. Constatación: Las naciones en las que ha prevalecido el odio, se autodestruyeron. ¿No serán suficientes – para nosotros, los latinoamericanos – los trágicos casos de Cuba y Venezuela? Estos dos países – muy ricos en recursos naturales y humanos – terminaron descendiendo, en lo económico, a niveles haitianos. Nada menos… / Para progresar, un país necesita la unión, la cohesión. (Eso es el famoso E PLURIBUS UNUM, de los estadounidenses; la unidad de los varios y los distintos.) Es decir, -- de otro modo – aquello, español, tan viejo, de que la unión hace la fuerza. Y seamos realistas: la unión es difícil de lograr; pero, de todas maneras, hay que buscarla. (El conflicto – algo mucho más amplio y laxo que la lucha de clases -- es una constante de la vida social. Pero, de ninguna manera, hay que estimularlo; como hacen los demagogos, para beneficiarse ellos mismos o para dividir a sus enemigos.) Entonces, el papel de los buenos políticos es morigerar los conflictos; como se ha dicho -- con una adecuada metáfora – canalizarlos; para que, como el agua, fluyan mansamente y no se desmadren. (Y, cuando ya se han producido, terminarlos. Lo ha hecho, -- aun a costa de su popularidad – con la guerra colombiana, un verdadero estadista: Juan Manuel Santos.) Y, luego, hay que estimular la unión. Sólo así, los países podrán vivir en una auténtica democracia. Y practicar la tolerancia. Y avanzar. Y, con estas penúltimas palabras, remachemos: En la unión, está el bien de todos. Por lo tanto, nunca promovamos la discordia; nunca separemos; siempre juntemos; siempre colaboremos. En definitiva, seamos buenos prójimos y buenos ciudadanos. Nos conviene. Adenda final: En el Ecuador poscorreista, estas reflexiones son muy necesarias, y, en verdad, casi inevitables e ineludibles.