“Soy el anónimo autor de este librillo, en 1554 publicado; pero en su estilo me hallo intemporal, omnipresente por mi habilidad para el gerundio, a la que debe su encanto esta historia...”
Andando la noche, empezó a soñar que alguien avanzaba hacia él con un libro en la mano y le increpaba:
-Nunca pensé que anidara tanta ruindad en tu cabeza o, por mejor decir, dentro de tu alma.
- ¿Es que os he agraviado? –preguntó al visitante que, a juzgar por el atuendo, dibujaba un perfil poco familiar en la penumbra, entre monje y verdugo.
-He leído cuanto has dado a la estampa sobre el gerundio. Con atrevido discurrir has apelado a normas de antigua concertación, atrayendo a tu favor a renombrados escritores; pero olvidaste a quien fue entre los primeros en fortalecer con el gerundio el curso del idioma.
-Perdonadme, no sé quién sois para reconvenirme con pujo de autoridad nominadora.
-Si desconocías mi nombre (nadie lo sabe), pudiste haber echado mano de la usanza común entre vosotros para ocultar prejuicios, diciendo: “como bien dijo alguien…”.
- ¡Pecador de mí! –respondió-. ¿En qué he pecado?
-Soy el anónimo autor de este librillo, en 1554 publicado; pero en su estilo me hallo intemporal, omnipresente por mi habilidad para el gerundio, a la que debe su encanto esta historia.
-Entonces, aclaradme la desazón a que sepa yo en qué punto anduve en camisa de once varas.
-Dígote, buen hombre –continuó el visitante, abriendo el libro- que aquí encontrarás bien empleadas todas las modalidades de gerundio que te han calentado la mollera.
-Perdonadme, Señor, pero yo me acogí para el comentario al inmortal don Francisco de Quevedo.
-Veinte y seis años antes de que él viniera al mundo, había escrito yo mi obrilla, de la que pudiste entresacar la frase: “Dios ya va abriendo su mano”, con que demora la consolación del picarillo.
No atinando a debatir, el hombre se ovilló bajo las sábanas como si no fuera él sino el visitante el que soñaba, mientras este volvía a la carga con sin par vehemencia:
-Y, a fe mía, fray Luis de León andaba por los veinte y siete años de edad cuando el personaje de mi relato, ya asentado con un clérigo, anticipó una de las reglas de buen uso si el gerundio es referido a un verbo de percepción sensible, como normáis ahora en el empeño de complicaros la vida: “…veo al que me mataba de hambre volviendo y revolviendo, contando y tornando a contar los panes”.
Habiendo llegado a este punto, el forzado interlocutor continuaba sin mover pata ni oreja, y el visitante aprovechó para aguzar la reprimenda, a buen seguro de que la escuchaba.
- Obligación era tuya el saber que san Juan de la Cruz llevaba apenas doce años cumplidos cuando mi lazarillo honraba al triste de su padrastro: “…de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo…”. Y un poco después, en Toledo, él y su tercer amo, el escudero, acertaban en el gerundio inmediatamente anterior al verbo principal: “…preguntando si tenía las manos limpias, la sacudimos y doblamos, y muy limpiamente soplando un poyo que allí estaba, la puso en él”.
-Esto y mucho más tendréis para afrentarme, Señor, sin que, os aseguro, hubiera en mí malicia o animadversión alguna.
-Bien pagado me estaré si, al cabo te fueres habituando a la idea de lo poco de nuevo que hay bajo el sol en torno a estos problemas.
-Puesto que vos lo decís, Señor, así debe de ser.
-Cuando te hayas levantado del sueño, retoma este librillo –le exhortó- intitulado “El Lazarillo de Tormes”. En otro episodio, hallarás que en el afán de aclarar que la culebra había sido él, escribí entre paréntesis (“o culebro, por mejor decir”), sin adivinar que mi broma preanunciaba el tema que cinco siglos después enfrenta a mujeres y varones por la igualdad del género también en el lenguaje.
-Tenéis razón en todo. Os juro y os perjuro que, en vuestro desagravio, no bien me despertare transcribiré cuanto recuerde de este sueño.