Tal como en los albores del siglo XX se propuso el arte pictórico emular a la poesía y desprender para ello del espacio las imágenes, procurándoles autonomía y fuerza metafórica, de modo que el espectador las pudiera no solo intuir sino observar por ambos ojos, César Dávila Andrade retomó el procedimiento y perfiló el dolor universal mediante otro instrumento asimismo universal: la palabra
Perplejo se detendrá el lector que se disponga a descender a las oscuras galerías del sufrimiento abiertas en “Boletín y elegía de las mitas”. Habiendo ascendido a las más altas cumbres, donde en verso labrado y refulgente “los candelabros alzan su lengua hasta tu nombre”, y donde era posible intuir la presencia del Altísimo: “…en la callada tierra de azafrán de los muertos”, ¿cómo interpretar sin partitura –se preguntará el lector-, acordes que corresponden a otro estado de conciencia, “en obraje de telas, sargas, capisayos, ponchos…”? ¿Cómo pasar de secuencias de riguroso esquema rítmico a inusuales registros de experimentación formal?
La obra daviliana ha dado ocasión de hablar tanto que casi nada hay que añadir (la sola mención que hace Jorge Dávila Vásquez de la bibliografía sobre el poeta cuencano ocupa muchas páginas, anotamos en otro lugar).
Afortunadamente, viene en apoyo la autorizada conclusión a que llega el propio Jorge, profundo estudioso de la vida y la obra de su tío: “…el conocimiento de los dramas menores, desolados, amargos, insertos en la crónica de esas lacras inhumanas que fueron las mitas y obrajes, hace que se logre una pintura mural de vastas proporciones…”. Es la ruta por donde explorará el lector en la secreta urdimbre del poema, seguro de intentar, a contraluz, una cautelosa aproximación pictórica inicial.
Tal como en los albores del siglo XX se propuso el arte pictórico emular a la poesía y desprender para ello del espacio las imágenes, procurándoles autonomía y fuerza metafórica, de modo que el espectador las pudiera no solo intuir sino observar por ambos ojos, César Dávila Andrade retomó el procedimiento y perfiló el dolor universal mediante otro instrumento asimismo universal: la palabra. Surgió así el gran fresco estampado en el friso de la historia, a que también el lector-espectador pudiera percibir la realidad por ambos ojos, el del cuerpo y el del alma.
Las dimensiones que dan relieve a las imágenes y les infunden vida proceden de la armoniosa conjunción de espacio y tiempo. El primero, en cuanto descripción y narración, fija las coordenadas del acontecer; el segundo, en cuanto tratamiento temporal, infunde vida y movimiento. En la trama, nada se ha confiado al azar, salvo algún caso puntual señalado por Rodríguez Castelo. Es probable que la perdurabilidad del texto poético resulte de la trabazón, lúcidamente emparejada, de lo épico y lo lírico; por un lado, boletín; por otro, elegía. Esto ofrece explicación a por qué ha despertado interés para su representación escénica y, asimismo, para su interpretación sinfónica. A ese designio inicial debe tal vez su éxito el poema, si es dable ponderar el valor de la obra artística con un vocablo hoy convertido en moneda de cambio.
La tragedia indígena avanza sobre la superficie plana del texto por la irrupción de fragmentos narrativos que de pronto se desdoblan en lamento, en plegaria, en vaticinio. El drama se exacerba por un reiterado esdrujulizar de las formas verbales a que estallen como látigo en manos del verdugo: cortáronme, dejáronme, moliéronme… Una creciente música de fondo viene pautada por una economía sintáctica cercana a la lengua aborigen. Una forma adverbial apocopada, “tam”, resuena cual un golpe de rebeldía; reafirma al inicio del poema la presencia del yo colectivo; acompaña al clímax del dolor, en la mitad; hacia el final, se vuelve redoble de tambor para anunciar la victoria sobre la muerte. Aquel “tam” persistente confirma la intraductibilidad de la poesía.
El tiempo se acelera y agita el curso de la historia a través de la especial disposición de las formas verbales. En perfecto simple y copretérito se expresa el dolor étnico: trasquilaron, subimos, quebré…; había, decían... Una serie de infinitivos doblega con furia imperativa la voluntad de las víctimas: a carmenar, a hilar, a lamer platos de barro… En fin, en presente intemporal se canta la victoria sobre la tragedia humana: regreso, regresamos, yo soy, yo soy, yo tam.
El manejo del espacio y el juego de la temporalidad van estableciendo, pues, un contrapunto entre percepción sensorial y captación intelectual de unas sombras errantes que, como el autor, ya no están en el aquí, sino en el ahora.