Para los historiadores más perdurables de Cuenca, formadores de una verdadera escuela que empezó a comienzos del siglo XIX, la historia no era un lugar remoto y fúnebre, sino un mundo que hablaba con fuerza y urgencia de nuestras propias inquietudes
En el presente hay más historiadores profesionales que en ninguna otra época desde que “el Padre de la Historia”, Herodoto, inició su crónica de la Grecia antigua. Los programas de posgrado en las universidades producen legiones de doctores y PhD, los que a su vez preparan más especialistas y éstos se hacen cargo de cátedras abiertas, organizan coloquios y publican libros de texto, que son elegidos con un criterio de reminiscencia y cuya aceptación o rechazo puede significar el éxito o el fracaso de una edición. Para no correr riesgos, muchos de esos libros se fabrican en una línea de montaje formada por diseñadores gráficos, comités editoriales y redactores, después de lo cual reciben el sello de aprobación o el aval correspondiente a los que se los paga por cubrirse la nariz y volver la vista a otra parte. En no pocos de esos libros no hay ni el menor asomo de las grandes narraciones de la historia, escritas por una sola persona o por más de dos a lo sumo y capaces de despertar la imaginación y alimentar el inmenso apetito por el pasado histórico en términos de memoria colectiva, que es frecuente entre nosotros, y cuyo uso se constata en el ámbito académico, en la vida corriente y en los medios de comunicación.
¿Qué tarea es la que emprende un historiador cuando invoca a los supervivientes de un hecho que investiga, cuando rastrea las huellas dejadas por los protagonistas de un suceso en un documento escrito y ya cuarteado, en un documento que amarilla, cuando examina el trazado urbano de una ciudad en la que aprecia atisbos y vestigios de otros tiempos?. ¿Qué investigación es esa, la que lleva a cabo, cuando se empeña en averiguar algo ignorado por sus contemporáneos, algo que, en principio, sólo a él le interesa y que les sucedió a unos antepasados remotos?.
¿Rememora? Desde antiguo, en nuestro lenguaje corriente es frecuente esta expresión y con ello nos referimos al pasado, a ese pretérito perfecto, al que regresamos con el fin de evocarlo, de desarrollarlo, de recuperarlo, de refrescarlo. Para muchos de los historiadores más perdurables de Cuenca, formadores de una verdadera escuela historiográfica que tuvo sus inicios a comienzos del siglo XIX la historia no era un lugar remoto y fúnebre, sino un mundo que hablaba con fuerza y urgencia de nuestras propias inquietudes, se empeñaron en asumir la identidad entre historia y memoria porque fueron creadores y gestores de una disciplina que precisaba de un agregado eficaz, de recuerdos comunes, antiguos, remotos o recientes de nuestra nacionalidad histórica que han quedado en libros nutricios como lección de servicio cívico a la cultura.
¿Cómo podremos revivir el sentido de la pasión que ellos poseían? En primer lugar, la historia tiene que ser liberada de su cautiverio en el currículo de las escuelas, donde se le tiene como rehén de una disciplina amorfa y utilitaria que se conoce como estudios sociales. La historia se debe mostrar sin sonrojo como lo que es: el estudio del pasado en toda su espléndida confusión; la historia hay que recrearla con el sabor arcaico del pasado y para ello es indispensable volver a leer y estudiar a nuestros historiadores.
Las claves de la historia de Cuenca están magistralmente escritos y recopilados en voluminosos libros de los Cronistas Vitalicios de Cuenca: Víctor Manuel Albornoz Cabanillas (1895-1975), Antonio Lloret Bastidas (1920-2000) y Juan Cordero Iñiguez (1940) herederos y fieles intérpretes de los fundadores del Centro de Estudios Históricos y Geográficos de Cuenca en 1916. Ellos con su peculiar estilo cuentan los avatares históricos de Cuenca y la región, de los sucesos que dejaron memoria y de los hombres que escribieron sin pausa ni fatiga la historia. De sus desvelos, de sus lecciones de honestidad, humildad y cortesía se han nutrido permanentemente en los años presentes nuevos historiadores e investigadores de labor constante y promisoria.
Por supuesto la emulación no es lo mismo que la imitación. Nunca podremos escribir con el estilo y la confianza documental de los Cronistas de Cuenca cuya influencia ha sido y es inconmensurable. La generación actual de historiadores tendrá que hallar su propia voz, como lo han hecho todos los que la precedieron. La tradición narrativa no ha muerto ni mucho menos, se mantiene brillante y viva en la obra de historiadores contemporáneos de impecable profesionalismo.
Conocer nuestro pasado significa crecer. Así pues, la misión de la historia es esclarecer la condición humana a partir del testimonio de la memoria.