Bajo esa noble apariencia, se paseaba tan majestuoso como un rey de Francia. “Esta fue la razón por la cual yo le llamé Luis y he procurado tratarlo como a un rey”, rememoraba Antonio
ntonio se despertó sobresaltado, seguro de que era Luis quien acababa de cantar. Dejó la cama y observó prolijamente el patio interior, en cuyo ángulo izquierdo se divisaba el pequeño corral, algo cuadriculado en el suelo por la luz de la luna. Notó de inmediato que el espacio estaba vacío. Caminó entonces hasta la puerta, tratando de no despertar a su mujer; bajó las escaleras y emprendió una búsqueda afanosa. Luis se había hecho humo; solo quedaba la cuerda que le impedía volar al otro lado.
“Parece que no veo bien. Quizás aún estoy mareado”, pensó antes de tomar por las escaleras y regresar a dormir. En la alcoba se oía, un poco acompasado, el roncar de su mujer. “Supongo que Luis se habrá escondido en alguna parte. Ya aparecerá”, admitió aletargado por el ritmo que imponía la señora.
No había pasado media hora cuando volvió a escuchar el canto inconfundible, que vibraba mucho más fuerte y cercano. Giró la cabeza hacia la esfera del reloj y vio que era sábado, las tres de la mañana. Si bien los sábados Luis se anticipaba en cantar a la hora en que las gallinas del vecino cacareaban despidiendo a las que iban al mercado, resultaba demasiado temprano para iniciar la sabatina. “Luis nunca ha cantado a estas horas. Debe estar desorientado por la bulla de anoche”, se consoló, ya rendido al cansancio, pues había festejado esa noche sus setenta y dos años de edad. Pero no acababa de dormirse cuando los nervios le hicieron saltar sobre las sábanas, como si el cantor se hubiera instalado encima de la almohada. Ahora estaba más seguro de que había escuchado a Luis, sobre todo por el registro final que demoraba en un tono muy agudo, seguido del alegre redoble de las alas.
Por supuesto, no se trataba de alguien ordinario. Airoso, canoro, circunspecto, daba la impresión de que hubiera cursado una carrera diplomática. Y guardaba mucho respeto a su señor, viejo maestro de Historia, retirado hacía diez años, a quien cada mañana saludaba con solemnidad, inclinando la cabeza hasta tocar el piso. Era admirable la arrogancia con que se predisponía al canto luego de alimentarse de la mano de su dueño. Se dejaban observar por un instante las líneas doradas que corrían hacia los costados, hasta perderse en el extremo de las alas. Un penacho azul se equilibraba sobre el rojo encendido de la cresta, y un círculo de plata se dilataba por delante si inflaba el pecho y arrancaba a cantar. Bajo esa noble apariencia, se paseaba tan majestuoso como un rey de Francia. “Esta fue la razón por la cual yo le llamé Luis y he procurado tratarlo como a un rey”, rememoraba Antonio; pero la evocación fue desvanecida por otro canto, ya dentro del oído.
-¡Oh, Luis! Debes estar loco para venir a reventarme el tímpano –lo amonestó en voz alta y trató de agarrarlo; pero lo que consiguió con el brusco movimiento fue despertar a la mujer. Un poco menor a él, frisaba ella en la mejor edad para librar la guerra fría:
-El loco eres tú mismo, Antonio –exclamó indignada, frotándose los ojos para alcanzar a verlo mejor. (Sí, era él mismo).
-Discúlpame, mi amor –rogó él-. Pero Luis nunca ha cantado a estas horas y con tanta insistencia. Algo malo le ha pasado.
-Lo que pasa es que aún estás ebrio –repitió ella, volviéndose de espaldas-. El gallo sigue cantando sólo en tu cabeza.
-Ya vas a empezar, mujer.
-Que el gallo canta sólo en tu cabeza, digo, igual que tu amado ex Presidente.
-No me hables así, mujer –conminó, a medio incorporarse.
-Aún estás ebrio, Antonio, eso no más digo –insistió ella, en el tono sarcástico de cuando se enfadaba-. ¿No recuerdas el pollo que ordenaste anoche para tu cena de cumpleaños?