Se vivía al aire libre un momento de ansiedad, con los reclutas a punto de romper la posición de firmes, mordidos por el frío de la serranía. Afortunadamente, los enviados tardaron poco en asomar, a la carrera, acezantes, para informar que el compañero no estaba

Muchos años después, cuando todos lo tenían por muerto, llegó la noticia de que el padre Marcial acababa de morir en un pueblo de la costa, junto al mar azul. Cómo había ido a parar allí, era un misterio; pero cuando murió fue llorado durante trece días. En la pequeña ciudad interandina, en cambio, la noticia vino a recordar la historia -relegada al olvido por otras más recientes- del capellán del Cuartel de Caballería, ubicado a orillas de un río de aguas turbulentas.

Aquel siete de junio, treinta años atrás, la madrugada era glacial. Recién acuartelados, los conscriptos tiritaban en el campo de instrucción, a la espera del comandante. El jefe de operaciones alineó a los novatos en posición de firmes y les ordenó que contestaran a la lista. Siguiendo sus instrucciones, el mencionado debía dar un paso al frente y responder sin titubear: “¡Presente, mi capitán!”, que era poco pedir.

Iba todo a la maravilla, hasta que siguió en la lista un apellido con “j”, que no obtuvo contestación. Volvió a nombrarlo el capitán con mayor énfasis, pero la respuesta fue un nuevo silencio sepulcral.

El capitán cruzó los brazos y lanzó sobre el grupo una mirada fulminante; dio unos pasos y se acercó a dos conscriptos que se pusieron a temblar frente a él:

-¡Tráiganme a ese desertor vivo o muerto! –vociferó.

-¡A sus órdenes, mi capitán! –respondieron y echaron a correr cuesta arriba.

Entre tanto, se vivía al aire libre un momento de ansiedad, con los reclutas a punto de romper la posición de firmes, mordidos por el frío de la serranía. Afortunadamente, los enviados tardaron poco en asomar, asimismo a la carrera, acezantes, para informar que el compañero no estaba. Que lo habían buscado y que…

Montando en cólera, el capitán de caballería les cortó:

-Yo no les mandé a ver si el hombre estaba o no estaba, sino a que me lo traigan, esté o no esté –les increpó. Se aproximó a los recién llegados, decidido a materializar la reprimenda; pero en aquel preciso instante divisó un bulto moviéndose al fondo del campo, entre la niebla que se alzaba sobre el estruendo del río. Hizo visera con las manos y atisbó. (“No, no es un fantasma”, se dijo). Estaba seguro de que veía el contorno de un jinete que cobraba forma a la distancia; se acercaba y al mismo tiempo se alejaba, como observado a través de un binóculo.

-¡Al desertor! –gritó el capitán apuntando hacia lo que veía. Él y los suboficiales saltaron sobre los caballos, sin tiempo para ensillar. Acompañaba al grupo un potrillo que brincaba en la hierba con la vivacidad de un caballito del diablo. Inclinados sobre las cabalgaduras, los jinetes desafiaban a los árboles que venían veloces a su encuentro, a un costado del campo. Interrumpidos en lo mejor del sueño, arrancaron los pájaros a trinar antes de que despuntara bien el día.

-¡Alto! –ordenó de súbito el fogoso capitán. Esta vez le había parecido ver el bulto bamboleándose al opaco resplandor de la niebla; así que saltó a tierra, se encaminó resueltamente hacia su objetivo y pidió a los demás que cercaran el área. Un momento después, cuando estaba a pocos pasos de coronar su propósito:

-¡Padre Marcial! –exclamó, desconcertado.

Pero el jinete hizo honor a su nombre de guerra; dio la vuelta en redondo, picó a la cabalgadura y se hundió en la neblina. Nada más se supo de él, aunque resultaba fácil suponer que fue arrastrado por la corriente impetuosa del río.

El capitán iba a concluir aquí su relación ante el Comandante, cuando este le interrumpió:

-Tanta palabrería para nada. ¿Qué hacía usted, entonces, capitán?

-Lo que sucede en una fracción de instante es siempre muy largo de contar, mi Comandante –respondió el capitán-. Me quedé inmóvil y no supe qué hacer, mi comandante, al mirar que la cabalgadura sobre la cual desaparecía frente a mis ojos era un conscripto.

 

 

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