Millones de combatientes por la democracia han aceptado el reto de votar por el SÍ, no porque abriguen demasiada confianza en lo que advendrá después del 4 de febrero, sino porque es la única opción que representa una esperanza
Comandados por un valiente gladiador, los esclavos sublevados mantuvieron dos años en jaque a las aguerridas tropas imperiales, probadas en mil combates y siempre victoriosas. Pero ahora, ante los sucesivos reveses militares, Roma se vio obligada a tomar muy en serio el avance de la rebelión y encomendó a uno de sus mejores generales, Marco Licinio Craso, el sometimiento de los alzados. Luego de varios encuentros, en los cuales el ejército de esclavos se mostró tan esforzado como los escuadrones de sus antiguos amos, las ocho legiones imperiales consiguieron arrollar a los seguidores de Espartaco. Era el año 71 a.C. Sobrevino desde el atardecer la carnicería inenarrable. Como ha vuelto a ocurrir después, en diferentes puntos del orbe, los rebeldes pagaron con su vida el frustrado anhelo de ser libres. Miles de cadáveres cubrieron el inmenso campo; entre ellos, el del caudillo que dos años antes se había fugado de Capua para alzarse en armas contra la República romana desde las faldas del Vesubio. Tal fue el final de la guerra civil o guerra de los gladiadores.
Pero mientras se libraban los combates, la fama de los esclavos era tanta que muchos soldados imperiales, huyendo de la furia demencial de Craso contra sus propios hombres, buscaron la salvación entre los sublevados. Vano intento. Espartaco no admitía en sus filas a los desertores, primero, porque la deslealtad era signo inequívoco de cobardía; segundo, porque nadie hubiera podido asegurar que el desertor no retornaría compungido al antiguo redil si la fortuna le volvía a ser adversa.
Bienvenida esta historia, si quienes deban asumir el poder en los desdichados países aún dominados por una militancia en desbandada, luego de la triste experiencia del socialismo del siglo XXI, no olvidan las sabias lecciones ofrecidas por aquella estrategia elemental.
Al cabo de más de dos mil años, Roma se hallaba de nuevo en pie de guerra, aliada esta vez con Alemania. En Europa se había empezado a librar una contienda bélica que pronto se tornaría universal. Entre 1938 y 1939, Alemania había anexado Austria a su territorio; había invadido Polonia, repartiéndose el pastel con la Unión Soviética, lo que motivó a que Francia e Inglaterra declararan la guerra a la dictadura hitleriana. Con la ayuda de Mussolini, el líder nazi acababa de entronizar a Franco en el gobierno de España, pese a la asistencia soviética brindada a la República. En abril de 1940, Hitler invadió Dinamarca, Noruega y, treinta días después, los Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo. El 10 de junio Italia declaró la guerra a Francia y Gran Bretaña, y apenas transcurrirían cuatro días para que las tropas alemanas entraran triunfantes en París. Un año después de la fecha en que se inmoviliza este párrafo, doscientas divisiones alemanas emprenderán la invasión a la Unión Soviética.
Ha sido indispensable recordar el escenario europeo de aquella época para comprender el mensaje que porta una caricatura del artista David Low, publicada el 11 de julio de 1940. Es la versión más acabada de lo que realmente ocurría en las altas esferas del poder, mientras millones de jóvenes soldados de todos los bandos ofrendaban la vida, lejos del tablero de ajedrez en que jugaban a defender sus intereses los dirigentes políticos europeos.
“The Harmony Bois” (Los chicos del coro), reza la divertida estampa. En ella, dos gigantes flanquean a un enano en traje militar de campaña (a la izquierda del observador, Mussolini; al centro, Franco; a la derecha, Stalin). Cada integrante del trío sostiene una partitura diferente, pero los tres cantan con similar unción, al unísono, con la vista fija en la batuta mágica de Adolf Hitler, quien les fascina con su estudiada contorsión de artista fracasado.
No se requerirá de mucha imaginación para trasladar la escena a nuestra realidad política actual, tan fecunda en cantantes; pero es el amable lector quien deberá ubicar al director y a los cantores en la caricatura nacional, mientras millones de combatientes por la democracia han aceptado el reto de votar por el SÍ, no porque abriguen demasiada confianza en lo que advendrá después del 4 de febrero, sino porque es la única opción que representa una esperanza. Una opción por el mañana.