Dando continuidad a la tradición que en el siglo XIX establecieron los políticos latinoamericanos cuando miraban la miseria de sus patrias chicas desde el otro lado del Atlántico, la señora Espinosa ha logrado divisar, asimismo desde Europa, el origen de la situación por la que atraviesa el Ecuador, una de cuyas prodigiosas manifestaciones es el descenso tan bien regulado del Vicepresidente 

El monje miró al hombre que giraba  en el aire:
     -¡Ya regreso! –le prometió

Rodeaba al monje un halo de santidad. Leía las culpas en la frente antes de que el pecador las confesara. Si salía a las calles polvorientas, los fieles contendían por recibir sus bendiciones, y los incrédulos titubeaban ante el rumor de sus portentos. A su paso, el fraile reanimaba a un moribundo, devolvía la vista a un ciego, levantaba a un caído y, antes de acogerse a la paz de la abadía, alimentaba de su mano a las aves del cielo. Su sola presencia animaba a una sociedad medioeval sumida en el remordimiento.

Se  cuenta que ese día pasaba el monje junto a la iglesia mayor, cuando alcanzó a ver que desde la torre en reparación se precipitaba un hombre que acababa de perder el equilibrio. Sin pensar dos veces, el santo elevó la diestra  y lo detuvo  a treinta metros del piso. Iba a ordenar que descendiera, pero en aquel preciso instante recordó que era domingo, y que no podía trabajar sin permiso del obispo. Respetuoso de la ley, decidió volver sobre los pasos y miró por última vez al hombre que pendía:

     -¡Ya regreso! –le prometió.

Pero el monje demoró más de la cuenta porque tuvo que esperar a que el señor obispo terminara el almuerzo; así que reapareció en escena al cabo de dos horas con la autorización episcopal en la cogulla. Apartó a la multitud y ordenó al hombre que bajara, y él iba regulando de manera precisa el curso del descendimiento:

     -¡Despacito! –le alentaba a cada trecho, sin imaginar que el ritmo se pondría de moda varios siglos después.

Muy obediente, el trabajador tocó el suelo. No bien lo hizo, caminó hacia su salvador con los brazos en cruz; se prosternó ante él, le besó muy reverente la mano, suplicándole que lo acompañara a casa para el almuerzo. 

Pero no solo aquel ritmo se ha puesto en boga varios siglos después, sino el milagro completo, si se piensa en portentos como el que le tiene a nuestro Vicepresidente en el aire durante meses enteros, a la espera de que vuelva su santo protector.

 Hoy lo sabemos. Pocos días después de que el señor Mangas soltara la lengua para revelar una historia poco edificante sobre los últimos manejos políticos de Alianza País, la esposa del ex funcionario proporcionó la información que hacía falta para devolver el relato a su contexto originario: “Hay partidos que luchan medio siglo para lograr el ejercicio del gobierno. A nosotros nos pasó al revés. Con un fuerte liderazgo de Rafael Correa ganamos las elecciones y luego construimos el partido”.   

  Dando continuidad a la tradición que en el siglo XIX establecieron los políticos latinoamericanos cuando miraban la miseria de sus patrias chicas desde el otro lado del Atlántico, la señora Espinosa ha logrado divisar, asimismo desde Europa, el origen de la situación por la que atraviesa el Ecuador, una de cuyas prodigiosas manifestaciones es el descenso tan bien regulado del Vicepresidente.

  Así, la señora Canciller nos ha entregado las primeras líneas  de un relato digno del ya superado realismo mágico, si no fuera porque el destino de los personajes desborda la línea de ficción. Del relato se colige que un grupo de rebeldes liderados por un jefe carismático se apoderó de una nave a la deriva, sin saber a dónde ir. Como la embarcación resultó ser la nave estatal, solo cabía la alucinación. Obligados a avanzar, los rebeldes se improvisaron de estadistas, entretejieron una maraña administrativa y legal para asegurar el control absoluto del individuo y de la sociedad. A este propósito, retomaron el principio de eficiencia (la cuantificación, no la cualificación; la sujeción de la realidad a la utopía) que ya prevaleció sobre cualquier otro valor en los sistemas autoritarios de izquierda y de derecha instaurados en la primera mitad del siglo XX. Ahondaron así el precipicio al cual empiezan a asomarse los protagonistas de la fallida eternización en el poder.  

     -¡Ya regreso! –le habrá prometido el santo protector al verlo por última vez en la sala del tribunal. Pero el Vicepresidente sabe que nunca volverá, al menos en los próximos seis años, cuando ya todos en casa habrán terminado de almorzar.

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