La ciencia y sus aplicaciones tecnológicas en la industria armamentista ya han probado que la humanidad puede llegar a poseer un solo cuello: la Inquisición, los gases de la primera guerra mundial; la industria hitleriana de la muerte y la bomba atómica; las Torres Gemelas y la lluvia de fuego sobre Bagdad

Sin motivo aparente, el emperador estalló esa noche en carcajadas. Sentados a la mesa junto a él, dos cónsules se atrevieron a levantar la vista y preguntarle por el motivo de la risa. Pensaba, les dijo, que con una mera señal podría hacerles estrangular en el acto a los dos. El mismo pensamiento solía asaltarle cuando palpaba el cuello de una amante.

Era razonable que la gente se preocupara por conservar la cabeza. Después de todo, en ningún lugar está mejor asegurada que encima de los hombros, y por ello todo el mundo celebraba las extravagancias de quien, deformado por el poder, adolecía de una siniestra obsesión por el dolor ajeno. Calígula había heredado el temperamento de su antecesor, para quien el veneno administrado por Livia era remedio eficaz para los males del imperio.

Nobles y plebeyos preferían evitar a quien los observaba en el palacio, en las calles, en los espectáculos. Pero de poco servía la prudencia, pues bastaba una secreta delación para que el imputado afrontara un proceso. Acusado de adulterio, de blasfemia, de entrar en la letrina luciendo un anillo con la efigie del emperador, quienquiera podía terminar ajusticiado, hasta un poeta que hubiera cometido un verso cojo. Puesto que la ley impedía que una virgen culpable fuera estrangulada, el verdugo debía primero encargarse de solucionar aquello.

Soldados expertos en cortar cabezas lo entretenían degollando a prisioneros. A un rey invitado al festival le hizo matar porque su atuendo había desviado del emperador la atención pública. Durante un banquete, un esclavo había arrancado sin querer un adorno de plata. Calígula ordenó cortarle las manos y colgarlas del cuello, y que lo pasearan con el collar sangrante frente a las mesas, antes de degollarlo. Contrariado en cierta ocasión porque el público aclamaba en el circo a un partido contrario al que él animaba, deploró que no tuviera el pueblo romano una sola cabeza.
Cumplía 29 años cuando el jefe de la guardia lo derribó, y los conjurados le atravesaron el cuerpo con las espadas. Arrastrándose, pidió el golpe de gracia, puesto que conocía los horrores de una lenta agonía.

Estos son algunos rasgos de crueldad y violencia relatados por Suetonio, cuyo libro está entre las fuentes de YO, CLAUDIO (Alianza Editorial, 2016, 584 pp.) del inglés Robert Graves, una novela histórica contemporánea para ser leída de un tirón.  

En la ficción, el emperador Claudio narra su vida ligada a los años de gloria y de crueldad, desde Augusto hasta Calígula, pasando por Tiberio. Si bien las crueldades espeluznan, mueven a pensar si aquella barbarie no es parte de una herencia cultural de la que no ha podido aún sustraerse el ser humano. Desde entonces, la historia universal podría resumirse como un intento progresivo para plasmar aquel reclamo demente de Calígula. La ciencia y sus aplicaciones tecnológicas en la industria armamentista ya han probado que la humanidad puede llegar a poseer un solo cuello (la Inquisición, los gases de la primera guerra mundial; la industria hitleriana de la muerte y la bomba atómica; las Torres Gemelas y la lluvia de fuego sobre Bagdad).

Que el poder corrompe lo prueba la propia historia de Claudio, uno de los personajes más cultos de su época. A poco de ser proclamado emperador, se fue estrenando en los variados géneros de crueldad de sus antecesores. No lo relata Claudio, porque ficticiamente escribió su historia poco antes de morir envenenado; pero sabemos por Suetonio su avanzado deterioro mental. A la hora de los dados, hacía llamar a los compañeros de juego a quienes la víspera había hecho ajusticiar. Sentado a la mesa, esperaba largamente a su esposa Mesalina y preguntaba por qué tardaba tanto en llegar, sin acordarse de que también a ella le había hecho ejecutar.  

Cien años antes de la muerte de Claudio (54 d C), Julio César desfiló triunfante en la Roma eterna, luciendo el lema “Veni, vidi, vici”. Parafraseado más de dos mil años después, el lema resultó bárbaro en labios de una poderosa mujer que festejaba el asesinato de Bin Laden. La degradación humana a que conduce el más efímero ejercicio de poder no distingue sexo ni edad ni condición social.  

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