Soy feliz, porque me viste Ortiz.
Anuncio comercial, en una película de Cantinflas.
La vida cambia todo; y cambiará, pues, las felicidades efímeras y temporales de cada persona. Y, desde luego, -- más allá todavía -- la felicidad de Juan no será la felicidad de Pedro. En cuanto a felicidades, cada ser humano tienta, busca y encuentra la suya
La felicidad – si ponemos en nuestro pensamiento algo de exigencia – resulta difícil de definir. Y esto, quizá, se deba, en principio, a la forma banal con que suele usarse el término. (Él está feliz con su computadora nueva. / Los piropos la hacen feliz.) Y, en segundo lugar, talvez, porque tal estado síquico es, más bien, momentáneo. No hay felicidad que dure… En tercer lugar, la felicidad es rara: difícil de encontrar; y, aún, más difícil de conservar. (Como a la oportunidad, se la podría pintar calva; no se la puede agarrar por los cabellos.) En cuarto lugar, la felicidad, por supuesto, suele mezclarse con las dificultades, las contrariedades y las desgracias de la vida. Alguien dijo: Si somos objetivos, deberemos reconocer que nunca hemos sido ni tan felices, ni tan desgraciados… (El más o menos de siempre.) Y, ahora, al diccionario. Felicidad. Estado de ánimo que nos pone plenamente satisfechos. / Un momento. A ver. ¿Usted se ha sentido, alguna vez, plenamente satisfecho? (De manera literal; no sólo como una forma de hablar o una expresión cortés.) Lo más probable es que usted nos diga que no. Entonces, ¿deduciremos que usted nunca ha sido feliz? ¡Tampoco! Usted, alguna vez, al menos, habrá sido un poco feliz, medianamente feliz o, hasta, muy feliz. Conclusión provisional: La felicidad – como casi todo en el mundo – es limitada e imperfecta. Así se da; así, en estas formas. Precisión. Dicen algunos que sí existe una felicidad duradera: La felicidad de los objetivos a mediano plazo y los éxitos que, con ellos, se consiguen. Ejemplos. Si a usted le gusta proyectar edificios y construirlos, será feliz estudiando y ejerciendo la arquitectura. Si a usted le gusta el cultivo de las letras…, Bueno… Aceptemos, aquí, la esperanzada afirmación. ¿Y hará falta decir que esta felicidad tampoco es completa? No; ya se supone.
Y, ahora, miremos a la felicidad desde otro punto de vista. No hay felicidad, ni felicidades; hay personas felices. (Estamos – talvez usted ya lo habrá notado – parafraseando aquello de que no hay enfermedades, sino enfermos. El viejo procedimiento del caso por caso…) Queremos decir, sencillamente, que la felicidad es algo personal. Concretemos. Cuando niños y adolescentes, a nosotros, las películas del cine nos ponían muy contentos. De adultos y de viejos, al contrario, casi siempre, nos han aburrido. ¿Qué pasó? Muy simple: Hemos cambiado. Neruda, poéticamente: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos…” Claro: Para bien o para mal, nosotros ya somos otros.
La vida cambia todo; y cambiará, pues, las felicidades efímeras y temporales de cada persona. Y, desde luego, -- más allá todavía -- la felicidad de Juan no será la felicidad de Pedro. En cuanto a felicidades, cada ser humano tienta, busca y encuentra la suya. Y la percibe, independientemente de otras variables afines. Por ejemplo: La felicidad de la gente no parece estar relacionada directamente con la riqueza. (Con unos medianos ingresos, los costarricenses y los colombianos afirman – en las encuestas -- sentirse felices; obtienen, a propósito, unas calificaciones mejores que aquellas de los suecos y los daneses. Hay hipótesis para explicar este último punto. Pero dejémoslas, por ahora.)
Quizás, -- a esta altura de lo tratado – ya esté claro que la felicidad se ubica, netamente, en el campo de lo privado. No es un asunto público. No es cosa de la política. Sin embargo, por excepción, nos encontramos con que ésta toca o se mete con la felicidad. Un gran documento histórico – nada menos que la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos – lo hizo. Palabras más, palabras menos: El Creador les concedió a los hombres el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad. Y el estado tiene que respetar semejante decisión divina. / ¿Algo que objetar? Sí. ¿Cómo poner el último deseo en la concreta y precisa ley escrita? ¿Cómo hacer que se convierta en realidad? Difícil, poco factible… (Talvez, por ello, la constitución norteamericana simplemente evadió el asunto.) Aclaración importante: Se debe reconocer que sólo se hablaba de la búsqueda de la felicidad; no de un derecho u obligación de los ciudadanos…
Y, aquí, además, una observación distinta, distante, curiosa y pertinente: ¿Oyó usted aquello del Reino de Bután? ¿Aquello de la FIB, felicidad interna bruta? (Según el “progresista” monarca de dicho país, algo mucho más importante que el económico PIB, producto interno bruto de los países comunes y corrientes.) Él cree, por ello, que se debe elevar la felicidad de los ciudadanos a la condición de un valor político; de hecho, el principal valor… / Cuidado. No sonríamos despectivamente… Hay quienes – con cierta seriedad – defienden este argumento; al parecer, más bien antojadizo y excéntrico. Y mantengamos -- hasta conocer bien la oriental y real propuesta – una buena y razonable duda. Además, -- un además grueso y significativo -- la preocupación estatal por la felicidad parece demagógica y totalitaria. (Peor: Ese Ministerio – venezolano— de la Suprema Felicidad del Pueblo pinta sólo como una burla cínica y cruel; aparte de la ya simple, o atrevida, pretensión de tener una felicidad oficializada y regimentada; algo muy propio de las peores pesadillas políticas orwelianas.) Y sigamos.
Bien, entonces, si el estado no debe preocuparse, directamente, de la felicidad, ¿qué puede hacer al respecto? Pues, quedarse en las cercanías de la cuestión; metafóricamente, dejar abiertas las puertas de la misma. ¿Y, en concreto, qué es eso? Es limitarse al bien común, al bienestar, al buen vivir… Hagamos unas precisiones sobre tales conceptos. Desde los antiguos griegos, la política sana ha tenido como un gran objetivo el bien común; o el bien público, como se decía hace unas décadas. (Otra precisión: Modernamente, no podría considerarse política sana a las dictaduras, a los totalitarismos y a los populismos. Constituyen estos, muy al contrario, lo que podríamos llamar la política enferma.) El bien común es, pues, auténtica y verdaderamente democrático; es el bien de todos; y de cada uno, en la medida y forma que le corresponda. (Sin pretender aplicar, desde luego, el absurdo igualómetro de los socialistas quisquillosos, creyentes y fanáticos.)
Un notable perfeccionamiento del bien común fue el llamado estado de bienestar; que se identifica, principalmente, con la socialdemocracia europea. Su lema podría ser: Igualdad, en cuanto la libertad lo permita y resulte conveniente para la sociedad. (Los socialdemócratas, usualmente, consideran a la libertad el mayor valor social y civil.) Y, con este planteamiento, ellos lograron establecer las sociedades más avanzadas y prósperas de la historia de la humanidad. (En verdad, los únicos socialismos exitosos. No fue poca cosa; en medio de los brutales e inútiles experimentos de los colectivismos extremados del siglo XX. Pero, hoy día, aun este mismo estado de bienestar garantiza poco frente a la exigente sociedad de la información y la presurosa punta tecnológica… No hay, en el mundo, soluciones definitivas.) Lo tercero sería el ecologismo razonable. Es decir, una práctica económica que respete la naturaleza; que no destruya, ni contamine el medio ambiente. (Y que – si lo ha contaminado – que lo descontamine.) La clave de esto: No exageremos. No hay que adorar ni a la mediterránea encina de Dodona, ni a la andina Pachamama. (El llamado, con bastante razón, ecologismo infantil; una nueva y contemporánea forma de dogmatismo semirreligioso…) Si esto se llama Buen Vivir, desarrollo sustentable o economía ambiental, no importa. Importan los procedimientos y los resultados.
Terminemos. Que el estado se ocupe del bien de los ciudadanos; dentro de los límites, en lo posible, de la más completa y mejor democracia: la occidental, por sí las dudas. Y que cada uno busque su felicidad; según su leal saber y entender, sus deseos y sus posibilidades. Y ojalá que, en este sensible asunto, -- sensible, porque tiene que ver con la calidad misma de nuestras vidas -- muchos estuviéramos conscientes de lo dicho y conformes con ello. Y que, en consecuencia, procediéramos y juzgáramos.