En unos cuarenta años, España cambió, creció y se modernizó. Mientras que América Latina retrocedió, marchó en su propio terreno; o, -- aunque, en términos generales, también creciera -- lo hizo en forma desigual, dispareja y desordenada. Y – claro –, por ello, siguió siendo bastante tradicional y premoderna…

   En Madrid, si usted se aproxima a un paso de cebra, los vehículos se detienen. Hay orden en la circulación urbana. Por lo tanto, el peatón no duda al cruzar una calle; como en las ciudades de América del Sur… En los barrios de clase media, la gente se mueve tranquila. No existe la paranoia latinoamericana de la criminalidad… El Aeropuerto Adolfo Suárez -- antes llamado de Barajas – es uno de los más perfeccionados y activos del globo; la puerta de entrada occidental de Europa. El AVE – un tren de alta velocidad – es un orgullo de la tecnología española; lo más avanzado del mundo en su respectivo sector. He ahí cuatro distintos botones de muestra del desarrollo peninsular. Y, por contraste, -- defecto y ausencia – otros tantos del subdesarrollo de nuestra región. ¿Y cómo se llegó a esta gran diferencia? Pues, porque, en unos cuarenta años, España cambió, creció y se modernizó. Mientras que nuestra América Latina retrocedió, marchó en su propio terreno; o, -- aunque, en términos generales, también creciera -- lo hizo en forma desigual, dispareja y desordenada. Y – claro –, por ello, siguió siendo bastante tradicional y premoderna. Así estamos… Las comparaciones – aunque sean antipáticas y odiosas; como suele decirse – pueden mostrar mucho. Entonces, a comparar y ver.

   Hacemos memoria. Con el Franquismo, – y después de la Segunda Guerra Mundial – España cayó en un hoyo geopolítico. (Por ser anticomunista y manejarse con astucia, El Caudillo pudo evitar que los vencedores occidentales lo echaran del poder; pero no pudo evitar una extendida animadversión hacia su gobierno y el  relativo aislamiento de su país. No recibió, por ejemplo, los vitales créditos de reconstrucción del Plan Marshall…) Unas circunstancias, pues, considerablemente difíciles. Pero, pese a todo, al final de su vida, Franco pudo mostrar un balance bastante positivo: infraestructura, industrialización, urbanización, turismo; las bases de un sistema político monárquico, democrático y constitucional. (Con un buen sentido de estadista, -- que, a menudo, se le regatea – interpretó bien el pasado y columbró bien el futuro. Mantuvo la realeza: símbolo de las viejas glorias nacionales. Y, en buena medida, preparó su propio reemplazo y el cambio que inevitablemente debía venir. Los excesos dictatoriales, y varios otros defectos notorios, son un cuento distinto…) En buena hora, La Transición – un afortunado proceso de adecuamiento democrático – pudo dejar atrás lo peor de las últimas décadas. La vimos, hace unos cuarenta años, con los síntomas de El Destape – eliminación de una antigua hipocresía religiosa y civil—; y el fin de lo que se llamaba, a veces, el país folclórico; es decir, la notoriedad excesiva de los toros, las procesiones y las cantaoras… (Se dice, hoy día, que La Transición quizás haya sido sobrevalorada. No lo creemos. Lo que, realmente, ocurre, es que su momento empezó a pasar cuando advino el eficaz bipartidismo; algo que, en lo esencial, es muy diferente a la anterior dictadura.) Apareció, entonces, una nueva España: políticamente madura, bien educada, capaz, emprendedora; integrada a Europa; prestigiada en América… Nunca el país -- ni siquiera en los luminosos días en que no se ponía el Sol en los territorios del Imperio – había tenido tanto perfeccionamiento y tanta prosperidad. Fue la obra de la inteligencia, el esfuerzo y, también, como siempre, de un poco de buena suerte.
 
    Entretanto, América Latina enfrentaba sus tradicionales deficiencias y las tensiones de la Guerra Fría. La Revolución Cubana dividía las orientaciones políticas de sus sociedades; y, en varios casos, conducía a enfrentamientos dañinos y estériles. (Las guerrillas – que pretendieron convertir a los Andes en la Sierra Maestra de América Latina – terminaron en un rotundo fracaso. Perón, entre varios, – un buen militar – lo había advertido, sin que se lo escuchara…) Por el dogmatismo marxista, La Isla misma – antes próspera y pujante – languidecía. La famosa revolución, gradualmente, se fue convirtiendo en una neta involución. (La vieja retórica sigue aún, sin embargo, ocultando -- con hojarasca palabrera -- una desgracia social tan grande y evidente.) Por otro lado, el populismo – fofo y liviano de toda livianidad – castigó a varios países: Argentina, Ecuador, Perú… En la primera, es un mal político extraño, abarcador, persistente y casi inexplicable. Vinieron las dictaduras: Pinochet, Videla, Fujimori a su modo, y unos cuantos personajes más pequeños. Brasil – el gigante medio abúlico – seguía sin encontrar su norte; seguía siendo el país del futuro… México – según Vargas Llosa – era la dictadura perfecta: apariencia democrática y soberana; burdos y torcidos manejos por detrás y en las sombras. Hoy día, allí: la corrupción de siempre, empeorada; violencia extendida; tráfico de drogas, de emigrantes; el populismo rampante, prochavista, de López Obrador… La superficialidad política venezolana -- improvisación, “siembra del petróleo”, consumo desmedido, irresponsabilidad – pavimentaba el camino de Chávez; y la bruta y esperpéntica dictadura del presente. Colombia: progreso, guerra y cierta tozudez conductual; inextricablemente mezclados y revueltos. Pero, a pesar de los pesares, algo se avanzaba: varios países llegan a tener una clase media, la industrialización prosigue, las ciudades crecen sin cesar… Pero, de ninguna manera, se consiguió las buenas formas, la armonía, ni la plenitud de España. Y, por eso, aparece la sana envidia – como se dice por aquí – que La Península produce en muchos esperanzados y semifrustrados latinoamericanos.
 
Los nietos de los inmigrantes volvían a las tierras de sus abuelos… (Alberto Cortez lo dijo con música. Las frías estadísticas lo dijeron con números. He ahí la gran comparación, la gran metáfora, la gran paradoja…)
   Resultados. En 1970, la Argentina era más rica que España e Italia. Hoy día, los dos países mediterráneos la superan con mucho. Sucedió lo increíble: Los nietos de los inmigrantes volvían a las tierras de sus abuelos… (Alberto Cortez lo dijo con música. Las frías estadísticas lo dijeron con números. He ahí la gran comparación, la gran metáfora, la gran paradoja…) Pero nada es completo, ni definitivo en la vida. La Argentina de Macri se va irguiendo con dificultad. Y -- en esta época de frivolidades, necedades y simplezas -- quiere ser un país serio; quizás, otra vez, el país del viejo sueño sudamericano, que se evaporó en la década del treinta. Chile avanza, con firmeza. Perú, otro tanto. Lo demás es medio o muy nebuloso; ya se verá…
 
La elogiada España de ayer nomás, en cambio, sufre hoy los problemas del éxito. (Se sabe, la paradoja: Todo éxito fracasa, por lo menos un poco…) La crisis económica y la desocupación — el paro, como se dice en La Península -- han traído inestabilidad política. (Los “mileuristas” – antes considerados pobres – se ven hoy día como afortunados; tienen un valioso trabajo en blanco…) La protesta del principio -- algo visceral y mayesca, a lo francés del 68 -- de Los Indignados, se ha vuelto hacia el populismo tramposo y el antisistema viejo y utópico; latinoamericano, en la forma y el peor sentido de la palabra… (Y sigue recibiendo votos, aunque España esté saliendo de la crisis bastante bien.) Una nueva plaga: El terrorismo pirómano de los campos de Galicia y Asturias. (¿Un antiecologismo radical y criminal?) Y la fragmentación y la disolución – siempre al asecho en La Península – se manifiestan, al presente, en el irracional y absurdo independismo de los catalanes. Y, así, -- bien, regularmente; o, más o menos, inseguros y desorientados – los españoles, y nosotros, sus primos de ultramar, seguimos marchando por los caminos y los atajos de la historia.

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