Por decoro personal no pediría perdón, ni lo aceptaría de un pontífice revestido con todos los vocablos de la indignidad, pues hasta su elección a la silla pontifica había sido fraudulenta, simoníaca. El fraile recelaba de que, en el supremo instante, dudaría hasta de la asistencia del Dios …
No era su afamado don profético; era la suerte de los perseguidos lo que le hacía presagiar a fray Girolamo el trágico final de su misión, que había consistido en luchar contra la abyección que corroía al Estado y a la Iglesia, y en establecer una sociedad gobernada por la ley de Dios.
Coetáneo de Leonardo, tenía 46 años cuando lo arrestaron. En ambos proyectos había fracasado. Roma, las cortes y conventos seguían siendo focos de perversión. La aspiración a una sociedad organizada según leyes divinas había devenido en un estado policial cuyos excesos indignaron a la ciudad de los Medici, habituada al desenfreno.
-No –había dicho un poco antes a los emisarios papales-. Prefiero la sangre del martirio al capelo cardenalicio-. Y rechazó con gesto airado la oferta con que Alejandro VI pretendía acallarlo. Roma esgrimió entonces el arma más letal: la excomunión.
Fray Girolamo vivía consciente del riesgo que corría por destapar la podredumbre de los poderes civiles y eclesiásticos. Pero no imaginó que lo aprehenderían en la misma iglesia del convento de San Marcos en la que había predicado los últimos años ante multitudes pendientes de su palabra vibrante, apasionada. Su fama recorría los pueblos de una Italia seducida por el lenguaje directo del profeta. (Aquel día -3 de abril de 1498- acababa de celebrar la santa misa cuando la turba opositora irrumpió en el templo. Se trabó una lucha desigual entre defensores e invasores hasta que, a la medianoche, los que sitiaban el convento derribaron los portones. Los frailes fueron golpeados, arrastrados fuera del templo y entregados a la santa Inquisición).
Fray Girolamo sabía –por algo era profeta- que durante el proceso no habría a quién recurrir. Por decoro personal no pediría perdón, ni lo aceptaría de un pontífice revestido con todos los vocablos de la indignidad, pues hasta su elección a la silla pontifica había sido fraudulenta, simoníaca. El fraile recelaba de que, en el supremo instante, dudaría hasta de la asistencia del Dios a quien había servido desde la tierna edad. La primera mordedura de la cuerda le recordaría la fuga del hogar paterno para enderezar los pasos hacia el convento dominicano de Bolonia, decidido a convertirse en fraile, renunciando al venturoso porvenir que hubieran podido depararle sus ancestros pudientes, honorables. Quizás volverían a su mente neblinosa los rostros de los antepasados, de sus padres en particular, dolidos por tan temprana e inesperada decisión de abandonarlos, y tal vez rememoraría las primeras lecciones impartidas por el abuelo, un médico de palacio muy respetado en Ferrara.
Presentía algo peor. Los inquisidores pretenderían primero ablandarlo mediante la tortura; le obligarían a firmar con mano trémula cuanto a ellos se les antojase después de que su cuerpo hubiera pendido al borde de la asfixia, apaleado, desgarrado, bañado en la propia inmundicia. Sabía que a pocos pasos del patíbulo lo despojarían de los hábitos, raerían con un hierro las yemas de los dedos que habían levantado la hostia y raerían en la nuca hasta borrar la tonsura; luego lo descalzarían y lo cubrirían de una prenda infamante. Pero nada de cuanto preveía desmayó su voluntad de luchar contra la corrupción. Pero lo que tampoco se esperaba fue que los verdugos se portarían tan magnánimos. (Aquel día -23 de mayo de 1498- decidieron no quemarlo vivo; lo ahorcarían, primero, y luego dejarían que su cuerpo fuera consumido por el fuego, y sus cenizas arrojadas a la corriente del Arno. En vano –cuenta César Vidal- el verdugo intentó ganar indulgencias avivando la hoguera antes de ahorcarlo; el viento desvió las llamas cuando el cuerpo oscilaba ante los espectadores que hace poco lo habían aclamado). Pero antes de expirar, el monje sabía que él dejaba prendido un fuego más intenso que pronto abrasaría los espíritus en todo el orbe cristiano.
En efecto, diecinueve años después, un fraile agustino pegaba en la puerta de la catedral de Wittenberg las 95 tesis que señalaron el inicio de la Reforma anhelada por Girolamo, a quien Lutero de veras admiraba. El florentino Maquiavelo tenía diecinueve años cuando el dominicano ardía en la hoguera. Nunca lo olvidaría.
Hace poco, los padres dominicos juzgaron a Girolamo Savonarola digno de subir a los altares. Aunque no se coronara aquella aspiración, tienen un buen intercesor quienes han retomado, con igual indignación, con similar denuedo, su bandera de lucha contra la corrupción.