Es fácil imaginar el caos que advendría si los varones intentaran quebrantar el sistema exigiendo con igual derecho la terminación en –o referida a su sexo (poeto, persono, idioto, policío, telefonisto, asambleísto, belgo), como ya lo consiguieron de la Academia los varones que confeccionan trajes (modisto, el hombre; modista, la mujer)
Vuelve con frecuencia a los medios el tema del género gramatical en cuanto a su relación con el sexo de las personas, aspecto que ya preocupó a los pensadores griegos hace más de dos mil años. Ahora se sabe que el género gramatical y el sexo corresponden a dos realidades muy diferentes.
En efecto, si escuchamos decir “El soldado vive contento con su soldada”, no significa que vive contento con su mujer sino con el salario. Si “El cochero detuvo el carruaje delante de la cochera”, no lo detuvo delante de su mujer, sino frente al sitio destinado para guardar los coches. Y cuando “La costurera se refugió en el costurero”, no fue a refugiarse donde el marido, sino en el lugar destinado para el oficio.
En estas y en otras situaciones, abundarán las dudas si la lucha emprendida por la igualdad de sexos en el idioma generaliza –a para designar a la mujer que se desempeña en situaciones tradicionalmente consideradas del varón, sin tomar en cuenta que la distinción sexual está bien normada por el artículo o por el adjetivo (el soldado victorioso, la soldado victoriosa; el piloto sereno, la piloto serena, el nuevo cabo, la nueva cabo). De estos procedimientos se aprovecha la economía del sistema de la lengua para establecer también otras diferencias (de tamaño: bolso, bolsa; para diferenciar entre quien ejecuta un trabajo y el lugar donde lo realiza; para designar realidades completamente distintas por medio del artículo: el frente, la frente; el orden, la orden, el cólera, la cólera).
Si bien es cierto que en muchos sustantivos referidos al mundo animado la terminación –o designa el masculino, frente a la -a del femenino (gat-o, gat-a; niñ-o, niñ-a), no faltan los masculinos que terminan en a (poeta, Papa, cura). En el caso de poeta, incómodas con la designación un tanto discriminatoria de poetisa, las damas consiguieron imponer la forma única, dejando la distinción sexual a cargo del artículo o del adjetivo (el famoso poeta, la famosa poeta). Esto nos ubica a un paso de los sustantivos llamados comunes, invariables en cuanto a la referencia al sexo, del cual se ocupa la oposición del artículo o del adjetivo: un nuevo miembro de la Academia, una nueva miembro de la Academia; y un sinfín de términos con que se designan profesiones, estados, ocupaciones: el cónyuge, la cónyuge; el artista, la artista; el testigo, la testigo, el oculista, la oculista. Desde luego, en el lenguaje descuidado, que irrumpe a veces en los medios y en los círculos de poder, no es raro escuchar “Soy miembra, soy testiga”, con agravio al buen gusto y a la doctrina gramatical.
Antonio de Nebrija ya notó en 1492 que el adjetivo se llama así porque siempre se arrima al sustantivo, idea actualizada por Bello al precisar que el género gramatical determina la forma del sustantivo de acuerdo con el adjetivo con que se construye: luz blanca, árbol alto; y que si todos los adjetivos fueran invariables (cortés, inútil, feliz), desaparecería el concepto de género gramatical.
El asunto sería menos engorroso si se hubiera extendido a todos los sustantivos la oposición sexual establecida por palabras diferentes (toro, vaca; yerno, nuera; macho, hembra), aunque esto hubiera obligado a duplicar las dos mil y más páginas que tiene el diccionario de la Academia; o la oposición mediante vocablos invariables para los dos sexos (sapo, araña, culebra, rata, nombres epicenos). Aún así, es probable que el pueblo los vaya adjetivando al modo de “una mujer bien macha”; “una persona muy sapa”.
Es fácil imaginar el caos que advendría si los varones intentaran quebrantar el sistema exigiendo con igual derecho la terminación en –o referida a su sexo (poeto, persono, idioto, policío, telefonisto, asambleísto, belgo), como ya lo consiguieron de la Academia los varones que confeccionan trajes (modisto, el hombre; modista, la mujer).
Bajo la presión de los cambios en la vida social, numerosos sustantivos ya han dejado de ser comunes y adoptan la forma femenina (presidenta, jueza, concejala, clienta, socia). A pesar de su avanzada edad, los integrantes de la Academia se esfuerzan así por marchar al ritmo acezante de las transformaciones sociales. Empero, es probable que no lleguen a abolir el uso del masculino para designar a la especie (el hombre es mortal) o del plural masculino para involucrar a los dos sexos (los ecuatorianos somos tranquilos), a fin de no estimular las soluciones aberrantes como @, ni los embrollos puestos en boga por los textos constitucionales de cuño bolivariano.