Orwel lleva a reflexionar sobre las consecuencias negativas de la confianza ciega depositada en los líderes mesiánicos. Ese apoyo incondicional hace que la renovación de los procesos no acabe en una renovación de principios sino de liderazgos, con el agravamiento de la situación económica del sector en cuyo nombre alzaron bandera sus salvadores
 
 Nos referimos el mes anterior al don de vaticinio que se revela en la obra narrativa de Orwell. Volvimos esa vez sobre las paginas de “Rebelión en la Granja”, que si bien puede leerse como la relación alegórica de cuanto observaba el autor detrás de las conmociones sociales de su tiempo, se anticipa al proceso de declinación que habrían de experimentar otras rebeliones que sucumbieron traicionadas asimismo por la desmedida ambición y el abuso del poder.
 
   Orwell nos lleva de la mano a reflexionar sobre las consecuencias negativas que acarrea la confianza ciega depositada en los líderes mesiánicos. A la postre, ese apoyo incondicional hace que la renovación de los procesos acabe por convertirse en una renovación no de principios sino de liderazgos, con el agravamiento de la situación económica del sector poblacional en cuyo nombre alzaron bandera sus salvadores.
 
   Una vez paralizada en el tiempo, aquella aspiración originaria acaba por esfumarse junto con el manido concepto de perpetuidad, puesto que si se pensó en una transformación que habría de eternizarse, se imaginó primero el liderazgo igualmente perdurable de un partido (tal vez venga a este propósito el largo final de la revolución mexicana o el paso fugaz de Pol Pot en una nación donde fueron suficientes cuatro años de despotismo para que perecieran varios millones de personas a las cuales se había prometido liberar).
 
   De modo que carece de sentido la retórica sobre la que se sustentan las pretensiones de una revolución permanente. Lo que en verdad suele perdurar mientras lo toleren las fuerzas sociales reprimidas y demore en sobrevenir otra rebelión, no son los principios que justificaron la necesidad de un cambio sino la vigencia de un esquema ideado para velar los intereses de quienes triunfaron a nombre de los desposeídos.
 
   Es natural que, como en la de Orwell, todas las rebeliones hayan prosperado bajo la consigna de redimir a los sectores menos favorecidos. Pero cuando han conseguido triunfar, los líderes no han tardado en comprobar que si bien obtuvieron la victoria gracias al apoyo de aquella militancia empobrecida, de ella necesitarán después para perpetuarse en el poder, convirtiendo la indigencia en garantía del oscuro juego político de todas las tendencias. No se debe olvidar que en el tercer mundo la pobreza es la que otorga los triunfos electorales. Conforme se abre y se cierra este fatídico proceso circular, en el que las grandes mayorías permanecen irredentas, las antiguas consignas experimentan cambios sustanciales. En el terreno de los hechos consumados, la represión sistemática habrá remplazado pronto a las propuestas libertarias.
 
   En este pingüe negocio, lo que la voluntad de las mayorías empobrecidas cambia mediante el ejercicio aparentemente democrático de sus derechos, como el acto electoral, no serán las condiciones de la realidad sino los intereses políticos y económicos de turno, por lo general amparados, además, por las mismas fuerzas internas y externas contra las cuales se cree combatir. Ya nos había puesto en alerta sobre este juego demencial, a comienzos de los años sesenta, el político y pensador Frantz Fanon cuando analizaba los procesos de descolonización emprendidos por los pueblos oprimidos, cuya lucha hasta ahora poco fructuosa puede más temprano que tarde convertirse en un estallido universal de violencia que obligue a revisar nuestras bellas ficciones democráticas.
 
   Pero si bien el texto de George Orwell se anticipó al devenir de los procesos revolucionarios, hubo autores hispanoamericanos que coincidieron con él sin proponerse la adivinación del futuro, sino más bien la búsqueda de las claves para la interpretación del pasado. Mediante esa indagación distinguieron con claridad los elementos configuradores del presente y también los saberes ancestrales que delinearon de trecho en trecho el porvenir. Entre aquellos textos fascinantes, se recomienda por sí solo uno de los relatos aurorales del realismo mágico, “El reino de este mundo”.    Sin la intención de entrar en la novela histórica, Carpentier nos pone ante la paulatina desfiguración de la primera rebeldía triunfante en el vasto territorio americano, pero a la vez identifica para el lector las profundas raíces culturales que en los pueblos oprimidos sirvieron por igual para sacralizar la esclavitud y para fomentar, con mayor energía, la tan anhelada liberación, aunque Haití continúe hasta ahora pagando un alto precio por la osadía de haber desafiado a los opresores.
 

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