Mucho se preocupaba Gabriel García Márquez por estar bien informado y por ser prolijo a la hora de pintar los detalles con que daba forma a las ideas. Esta vez volvemos a él por tres razones
 
La primera. En más de una oportunidad se acordó de los ecuatorianos en los grandes simposios internacionales. Lo hizo el 8 de diciembre de 1982, en la ceremonia de entrega del premio Nobel de Literatura, cuando desarrolló el tema de la soledad de América Latina. Entre otros elementos de la demencia animadora del realismo mágico apuntó el caso de Gabriel García Moreno. Gobernó la República del Ecuador como monarca absoluto durante dieciséis años -recordó- y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones, sentado en la silla presidencial.
 
   Mucho antes de que la República alcanzara fama por el buen manejo de los recursos petroleros, el escritor colombiano nos expuso a la admiración del mundo ponderando nuestra copiosa riqueza lexical. Fue memorable el discurso del 7 de abril de 1997, con ocasión del I Congreso Internacional de la Lengua Española. Allí aseguró ante renombrados Académicos de Número que el Ecuador poseía ciento cinco nombres para designar el órgano sexual masculino. Fue una lástima que el prolífico narrador no viviera lo suficiente para ensalzarnos también por nuestro aporte invaluable a la estabilidad de la democracia universal: los golpes de pecho como recurso infalible contra los golpes de Estado.
 
   La segunda razón. En el mentado discurso de 1997 propuso una cruzada para simplificar la gramática, liberándola de la camisa de fuerza normativa, y para jubilar la ortografía, llamamiento que no prosperó. Quizás fue a causa de que el propio autor no halló otra alternativa que apegarse a la corrección gramatical y permanecer fiel a las normas ortográficas para conservar la altura que había ganado al plasmar con tan buen éxito su vocación literaria. Así trabajó el resto de su obra narrativa, por lo menos media docena de libros escritos a partir de aquella fecha.
 
   Para ilustrar esta afirmación, sería suficiente examinar a vuela pluma uno de los relatos últimos publicado en vida del escritor, Memoria de mis putas tristes, (2004). ¿En dónde quedó aquello de devolver al presente subjuntivo el esplendor de sus esdrújulas, si él mismo escribió: “Hagamos una apuesta” en vez de “Hágamos una apuesta”, como había propuesto? Y ¿qué del dequeísmo parasitario?, si escribió con absoluta corrección, evitando el dequeísmo: “Me di cuenta de que no había cambiado de índole”, a diferencia de “Ella dijo que los sabios lo saben todo”, como corresponde a la subordinada sustantiva de complemento directo. En fin, es indudable que el escritor respetó la ortografía y la sintaxis; vigiló con esmero el uso verbal y sus formas temporales; se regocijó en los secretos expresivos del gerundio.
 
   La tercera razón. Muy propio del estilo de García Márquez es, en cambio, el manejo fascinante de la puntuación, un toque personal liberado de la camisa de fuerza de los preceptos académicos. Sin duda, puede ponderarse como ejemplo acabado de la puntuación artística. Tal como el buen anfitrión retira los obstáculos para que el visitante ingrese y admire la belleza interior de la estancia, el escritor se atiene a la puntuación absolutamente indispensable para seducirle al lector. Es lo que impulsa al texto narrativo que corre aguas abajo ligero y espontáneo: “El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen. Me acordé de Rosa Cabarcas, la dueña de una casa clandestina que solía avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible”. El ávido lector no puede detenerse en este punto; impelido por un poder extraño se ve obligado a seguir el curso de una aventura que desde el primer respiro ha empezado a ser también la suya.
 
   Sin embargo, parece que la proclama de 1997 sí ha prosperado entre los ecuatorianos, tomada muy al pie de la letra por la nueva generación. Lo advertirá quien fije la atención en la manera de hablar ante las cámaras, sin verbos impersonales ni irregularidades verbales; sin régimen verbal ni concordancia. Y quien fije la atención en el modo de expresarse por escrito en medios corruptos e incorruptos, compartirá la sensación poco gozosa de que nuestras verdaderas damas tristes resultan ser no las que añoraba en la vejez el personaje del novelista colombiano, sino la ortografía y la sintaxis.
 

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