Por Marco Tello

Marco Tello

Muchos alemanes comprendieron en lo tarde que habían estado gobernados por una pandilla de locos que a la hora de la derrota escaparon por la puerta del suicidio. Si quien presidió el Tribunal Popular no hubiera muerto aquella mañana en el sótano, tal vez habría tomado por la misma escapatoria, consciente de que la horca no hubiera bastado para expiar sus culpas


Nunca se sabrá si estuvo bien que una viga le aplastara al doctor Freisler en el sótano, bajo la lluvia de fuego lanzada por los bombarderos. Un médico que se movía entre los escombros se negó a firmar el acta de defunción al reconocerlo como el juez que acababa de condenar a muerte a su hermano. Dos meses después declinó la guerra; pero el sucesor de Freisler siguió condenando a los supuestos traidores hasta el día mismo en que las bombas demolieron Berlín.

En medio de la ocupación, muchos alemanes comprendieron en lo tarde que habían estado gobernados por una pandilla de locos que a la hora de la derrota escaparon por la puerta del suicidio. Si quien presidió durante muchos años el Tribunal Popular no hubiera muerto aquella mañana en el sótano, tal vez habría tomado por la misma escapatoria, consciente de que la horca no hubiera bastado para expiar sus culpas por los crímenes cometidos al amparo de un sistema que daba visos de legalidad a la barbarie.

Los principios jurídicos en que apoyaba sus fallos el Tribunal habían sido afinados y sistematizados con rigor a fin de adecuar la justicia al interés nacional. Por supuesto, el interés nacional era cuanto convenía a los objetivos del partido gobernante, cuyo juez supremo no era el Dios de los cristianos, sino una nueva deidad: el jefe de gobierno.

Enredada en engranajes demoníacos, la ley no perseguía dar amparo al individuo frente al poder, sino proteger a la comunidad frente a la acción individual. Y puesto que la comunidad era el partido, y que el partido venía a ser en buenas cuentas el Estado, quien dudara o hablara en contra de la revolución nacionalsocialista debía ser eliminado. Se relajaron de este modo los principios constitucionales junto con las garantías sobre los derechos del individuo dentro de la sociedad.

Al poder absoluto le repugnaba la división tradicional de poderes, un concepto caduco, inoperante en una revolución que supuestamente había armonizado los intereses del pueblo con los de la conducción política, un pacto imaginado para durar mil años. Se echaban por tierra garantías elementales. Abolido el efecto no retroactivo de las leyes estaba permitido anular las sentencias benignas y proceder a la reapertura de casos que

 

terminaban con el inculpado en el patíbulo. Muy pocos administradores de justicia se detuvieron a reflexionar sobre las nefastas consecuencias de este sometimiento al poder absoluto. A quienes no dimitieron o no fueron despedidos, les complacía extender el brazo al iniciar las audiencias, aclamando al dictador.

Las actuaciones del Tribunal Popular, sobre todo durante la presidencia del doctor Freisler (1942-1944), infundieron un sentimiento de terror. Después del atentado del 20 de julio, Freisler actuó como un Júpiter tonante investido de facultades omnímodas para humillar a los oficiales del más alto rango antes de mandarlos a colgar.

Pero no solo los inculpados de alta traición alimentaron el cadalso. Cualquier ciudadano podía tornarse sospechoso; lo único que hacía falta era un diligente delator. Esto le ocurrió a un minero apellidado Tembergen, de cincuenta y cinco años de edad. Una mañana de julio había tomado el tranvía para dirigirse al trabajo. Durante el viaje se le escapó un comentario que luego de las declaraciones de la compatriota V. se consideró desmoralizador contra las tropas. Deshonrado para siempre por traidor, fue condenado a muerte y ejecutado el 7 de enero de 1943. Igual suerte corrió el peluquero Firsching. Locuaz como todo buen peluquero, había proferido expresiones derrotistas delante de sus clientes, entre ellos dos cabos y un suboficial que luego testificaron en su contra. En fin, la señora Emma Hölterhoff, de cuarenta años, esposa de un conductor de grúas y madre de cuatro hijos, había expuesto en casa de unos amigos cierto criterio que desagradó a los anfitriones. A las 11h34 del 8 de diciembre de 1944 fue puesta en manos del verdugo, quien tardó ocho segundos en decapitarla, probando así la eficacia del sistema judicial. Por este estilo, sumaron miles las víctimas del celo demencial con que Freisler y sus seguidores creían defender a la colectividad.

Nunca perderán actualidad libros como este del escritor Helmut Ortner, El verdugo Roland Freisler: un asesino al servicio de Hitler. Es una lectura recomendable para un tiempo en que vuelven a circular en la región las ofertas electorales, entre ellas, la pena de muerte, como si en otro rapto de locura ignoráramos que todo ser humano trae su propia condena desde el instante en que llega a este mundo.

 

Suscríbase

Suscríbase y reciba nuestras ediciones impresas en su oficina o domicilio llamando al 0984559424

Publicidad

Promocione su empresa en nuestras ediciones impresas llamando al 0999296233