Este sitio comercial viene desde la fundación de Cuenca, cambió varias veces de nombre, fue sitio de ejecución de patriotas libertarios y de criminales, pero llegó a ser una lacra urbana que reclamaba una apropiada intervención

La remodelación de la Plaza de San Francisco, en el centro de Cuenca, se hará respetando la tradición y la historia construida en ella desde la fundación de la ciudad: la intervención es una decisión improrrogable de la administración municipal, presidida por el Alcalde Marcelo Cabrera Palacios.

   La Universidad de Cuenca ha preparado los estudios que serán modificados luego de la socialización de criterios expuestos por entidades culturales, urbanistas y los usuarios del sitio. En abril se dispondrá del documento definitivo para restaurar la plaza emblemática sobre la que han pasado proyectos que han ido descartándose uno tras otro, en las últimas seis décadas. 
 
   Desde su creación, la plaza fue un mercado popular de toda clase de productos, pero también fue escenario de acontecimientos históricos que han ido al olvido: en ella fueron ejecutados 28 combatientes por la independencia de Cuenca, derrotados en Verdeloma el 20 de diciembre de 1820, apenas un mes y medio después de proclamada la Independencia el 3 de Noviembre de ese año. Por eso, a partir de entonces, se la llamó la Plaza del Patíbulo, nombre que el tiempo lo echó al olvido.
 
   También a esta plaza se la llamó Ramírez Dávalos, Plaza del Mercado, General Franco, en memoria del general Manuel Antonio Franco, militar que en 1898 radicaba en Cuenca y había decidido la pavimentación y el diseño arquitectónico del que algo se ha mantenido hasta el presente.
 
ARRIBA: La plaza a inicios del siglo XX.
  ABAJO: Panorámica de Cuenca, con la plaza remodelada y la Catedral con las cúpulas terminadas, en un proyecto de remodelación de 1957, año del cuarto centenario de la fundación de la ciudad.
 
 
  Entre 1926 y 1935 del siglo pasado Cuenca había sufrido una peste bubónica que causó muchas muertes y alarmó a la población, lo que llevó a las autoridades sanitarias a incinerar las barracas en las que se expendía en San Francisco la carne y productos alimenticios en condiciones insalubres causantes de la proliferación de roedores.
 
Pablo Barzallo, Director de Áreas Históricas y Patrimoniales de Cuenca
   En 1957, con motivo  del cuarto centenario de la fundación de Cuenca, el arquitecto Jorge Roura propuso a la Municipalidad la remodelación de la plaza, que se la hizo en forma parcial, sin considerar la necesidad del reordenamiento de los puestos de venta, anárquicos, a través de las barracas que se mantienen aún.
 
   Pablo Barzallo, Director de Áreas Históricas y Patrimoniales de la Municipalidad de Cuenca, anunció que la intervención en San Francisco respetará elementos de la tradición y la historia, pero incorporará otros, relacionados con el nuevo uso, mediante sistemas versátiles que permitan retirar las estructuras de venta en determinadas circunstancias, para dar paso a actos culturales, festivos y ferias especiales, de artesanías o de libros, por ejemplo. También tendrá espacios verdes y presencia de agua, en recuerdo de un pilancón retirado quizá a comienzos del pasado siglo. 
 
   El tratamiento integral de San Francisco incluye proteger la visibilidad de los portales, así como restaurar edificaciones patrimoniales ubicadas en el eje urbano que va del mercado Nueve de Octubre, la Plaza San Francisco y la calle La Condamine.
 
Cubiertas de zinc y estructuras comerciales desordenadas presentan una imagen antestética de la plaza en la actualidad
 
   Las obras por emprenderse, para las cuales se dispone de un crédito de ocho millones de dólares del Banco del Estado, serán aprobadas tomando en cuenta las recomendaciones surgidas a través de la socialización, así como los criterios del Instituto Nacional de Patrimonio Cultural y de la UNESCO, entidades vigilantes de que Cuenca proteja su membresía en la lista de ciudades Patrimonio Cultural de la Humanidad.
 
 
 
TIBURCIO, EL PADRE SOLANO Y LA GALINDO
 
Dolores Veintimilla de Galindo, óleo de Jaime Zapata, en la portada de la novela Y Amarle Pude… de Alicia Yánez Cossío.
 
   El 20 de abril de 1857 fue fusilado, en la Plaza de San Francisco, el campesino Tiburcio Lucero, originario de la parroquia El Valle, acusado de asesinar a su padre.
 
   Este hecho, que conmocionó a los habitantes de la ciudad, en contra del parricida, alentados por publicaciones de Fray Vicente Solano en su periódico La Alforja, originaría una disputa con la poetisa Dolores Veintimilla de Galindo, quien expresaba su criterio en contra de la pena de muerte, a través de hojas volantes.
 
   El fraile franciscano escribió: “…Una bestia salvaje con pellejo y formas de hombre, bautizada con el nombre de Tiburcio Lucero, puso sus manos sacrílegas en la anciana humanidad de su padre y no contento con este hecho brutal y torpe, le quitó la vida…”
 
   La sensibilidad humana de la poetisa le llevó a defender al esposo y padre de familia, con cinco hijos, a quien se había decidido imponer la justicia macabra. Ella había sido víctima de acusaciones del religioso que miraba como pecaminosa a una mujer de pensamiento adverso al del común de la gente devota y obediente a los sermones y los púlpitos: acosada, calumniada, ofendida y desesperada, se quitó la vida con veneno, el 23 de mayo de 1857, apenas un mes después del asesinato en el patíbulo justiciero al campesino Lucero.
 
    A continuación el texto de la hoja volante intitulada Necrología, a través de la cual Dolores Veintimilla se refirió al ajusticiamiento:  
 
      “No es sobre la tumba de un grande, no es sobre la tumba de un poderoso, no es sobre la tumba de un aristócrata que derramo mis lágrimas. No! Las vierto sobre las de un hombre, sobre la de un esposo, sobre la de un padre de cinco hijos, que no tenía para éstos más patrimonio que el trabajo de sus brazos.
 
   Cuando la voz del Todopoderoso manda a uno de nuestros semejantes pasar a la mansión de los muertos, lo vemos desaparecer de entre nosotros con sentimientos, es verdad, pero sin murmurar. Y sus amigos y deudos claman la vehemencia de su dolor con el religioso pensamiento de que es el Creador quien lo ha mandado, que sus derechos sobre a vida de los hombres son incontestables.
 
   Mas no es lo mismo que por la voluntad de uno o de un puñado de nuestros semejantes, que ningún derecho tienen sobre nuestra existencia, arranquen del seno de la sociedad y de los brazos de una familia amada a un individuo, para inmolarlo ante el altar de una ley bárbara. Ah! Entonces la humanidad entera no puede menos que rebelarse contra esa ley y mirar petrificada de dolor su ejecución.
 
   Cuán amarga se presenta la vida al través de las sombrías impresiones que despierta una muerte como la del indígena Tiburcio Lucero, ajusticiado el día 20 del presente mes en la plazuela de San Francisco de esta ciudad! La vida, que de suyo es un constante dolor; la vida, que de suyo es la defección continua de las más caras afecciones del corazón; la vida, que de suyo es la desaparición sucesiva de todas nuestras esperanzas; la vida, en fin que es una cadena más o menos larga de infortunios, cuyos pesados eslabones son vueltos aún más pesados por las preocupaciones sociales.
 
   ¿Y qué diremos de los desgarradores pensamientos que la infeliz víctima debe tener en ese instante?… Imposible no derramar lágrimas tan amargas como las que en ese momento salieron de los ojos del infortunado Lucero! Sí, las derramaste, mártir de la opinión de los hombres, pero ellas fueron la última prueba que diste de la debilidad humana. Después, valiente y magnífico como Sócrates, apuraste a grandes tragos la copa envenenada que te ofrecían tus paisanos y bajaste tranquilo a la tumba.
 
   Que allí tu cuerpo descanse en paz, pobre fracción de una clase perseguida; en tanto que tu espíritu, mirado por los ángeles como su igual, disfrute de la herencia divina que el Padre Común te tenía preparada. Ruega en ella al Gran Todo, que pronto una generación más civilizada y humanitaria que la actual, venga a borrar del Código de la Patria de sus antepasados la pena de muerte”.
 
   El padre franciscano, que decía de Dolores Veintimilla que era “una mujer disoluta, dada de letrada”,  tuvo su respuesta:  “… Para dar a entender que ha ojeado la historia compara a su mártir con Sócrates, pero éste era pagano y aquel cristiano; éste murió por la envidia de sus compatriotas, y aquel por un crimen; éste era sabio y aquel un ilota; éste sacrificó un gallo a Esculapio al morir, y aquel recibió el pan eucarístico…”
 
   En fin… la Plaza de San Francisco, que próximamente será restaurada, ¿tendrá espacios para evocar estos episodios dolorosos, pero históricos en la vida de Cuenca?
   
 

 

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