Desde que en 1941 se inauguró el aeropuerto Mariscal La Mar, nunca Cuenca ha sufrido tan graves problemas como los que se han presentado en el transporte aéreo desde el 28 de abril pasado, cuando un avión sufrió un percance en la pista de aterrizaje.
Se dijo que la culpa era de la mala calidad del asfalto impregnado en un recapeo de los días del carnaval, más la lluvia que alteró las condiciones de fricción de los neumáticos en la pista: razones poco aceptables en tiempos en los que la ciencia y la técnica superan problemas mucho más difíciles en el ámbito de la aeronavegación.
Cuando han transcurrido más de dos meses del episodio, todavía las autoridades del aeropuerto cuencano estudian la posibilidad de declararlo en emergencia para asumir acciones urgentes que ameritan estas circunstancias. Y todavía no se conoce una explicación científica sobre las razones por las cuales aquel avión aterrizó aparatosamente esa mañana lluviosa de abril. ¿Será tan difícil establecer las causas del incidente o no hay en el país técnicos y profesionales especializados para estudiar estos casos?
Mientras tanto, Cuenca sufre la escasez de vuelos, la alteración de los horarios, las molestias de los pasajeros esperando impacientes la salida o llegada de los aviones, más las pérdidas económicas en todos los sectores que, a estas alturas de la vida y del mundo, necesitan movilizarse dentro y fuera del país lo más rápidamente posible.
Lo peor, es la resignación -quizá indiferencia- con la que las autoridades cuencanas evitan encarar con energía este problema de solución urgente. Quizá quedaron atrás los tiempos en que Cuenca y la región tenían líderes que sabían hacer respetar a la ciudad y, sobre todo, hacerse respetar de las autoridades y organismos centralizados indolentes frente a lo que ocurre en sus ciudades de residenci burocrática.