Por Marco Tello
Ochenta años han transcurrido desde entonces y aún te maravilla la semejanza que guardaban esas siluetas grises con los patos de verdad que surcaban cual barcos de papel en un remanso del arroyuelo que corría al pie de la propiedad de la madrina |
Te contaré la verdad, Manuel Gobino: has infundido en tus estrofas una idea algo otoñal del eterno femenino, irradiada por las rimas mal llamadas imperfectas que transfieren al soneto el carácter inacabado que –como toda obra de arte- posee la existencia. Movido por la misma insatisfacción con que el artista descubre que no es suficiente que la modelo se despoje de las prendas para estar desnuda, has confiado al albur de las palabras aquella insuficiencia. -“¿De dónde provino el artificio?” –dudas, cortado por el frío que cala hondo en los huesos. Si nunca depositaste confianza en la legitimidad de las palabras, cuya inestabilidad no te garantizaba el ajuste de aquellas piezas sueltas a las variaciones del sentido, tienes razón para admitir: -“Imposible anticiparse a la forma que asumirían luego las palabras”. Era pertinente suponer que aquella premonición estuviera apoyada en la afición por la lectura. Devorabas los libros sin orden ni concierto hasta casi enceguecer, urgido por la antigua convicción de que al ser humano le está concedido solo el tiempo indispensable para despedirse de este mundo juntamente con los verbos que ataron el pretérito y el porvenir a la noción apenas ilusoria del presente. -“¡Ah, los verbos!” –piensas-. “Por su culpa envejecemos y morimos”. Sin embargo, te entrecorta el aliento una de las preguntas esenciales: -¿De dónde provino tan ciega atracción a la palabra? -“A lo mejor provino –desvías con humor el hilo reflexivo- del lejano parecido de la abuela -a pesar del peinado, la raya en la mitad-con el personaje de Cervantes, vistos los dos, ella y él, un poco de perfil, el pómulo y el mentón algo salidos, el ojo apacible y la mejilla hundida como si se les hubieran secado dentro de la boca las palabras”. Una nueva ensoñación te distrae en este punto porque te traslada, a las volandas, a un espacio irregular en la cuadrícula del pueblo, donde la gente se aglomera frente a una sábana templada contra los postes habitualmente dispuestos para el juego dominguero.
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¡Han llegado las vistas! –la noticia se propaga por todos los rincones del poblado. Desde la mitad del día, el aire ha vibrado con el ruido trepidante de un motor que no para de sonar en lo alto de la plaza. Pero habrá que esperar el transcurso de las horas para que empiece la función, aunque muchos espectadores ya merodean impacientes. Al caer la noche, el gran momento ha llegado. Conforme la enorme sábana se ilumina para el espectáculo, crece la exaltación de los espectadores. Inclinado sobre el artilugio diabólico, el operador insiste con la palma de la mano a las personas que se agachen o se muden a otro sitio, pues los picos de los sombreros se proyectan en el borde inferior de la pantalla y ocultan el movimiento de una ronda de patitos grises que flotan sobre el oleaje hundiendo y elevando el pico. Se escucha con claridad el rumor de las alas al abatirse sobre el estanque, y los niños miramos con incredulidad la estela de burbujas que estallan sin dejar el menor rastro. Mordidos por la curiosidad, rodeamos la pantalla y damos vueltas para observar la escena desde todos los ángulos, sin palpar otra cosa que la urdimbre burda de la tela sujetada a los maderos. Ochenta años han transcurrido desde entonces y aún te maravilla la semejanza que guardaban esas siluetas grises con los patos de verdad que surcaban cual barcos de papel en un remanso del arroyuelo que corría al pie de la propiedad de la madrina. Mal que te pese, fue esa experiencia la que despertó en ti una precoz fascinación por la semejanza y la desemejanza entre representación y realidad representada, quizás porque también tú entrabas en ese juego. La perplejidad debió de ser idéntica a la que hoy experimentaría un niño si pudiera relacionar el objeto y su doble cuando mira volar un ave ya vista primero en la pantalla. De modo bastante similar, si el pobre soneto guardaba hace medio siglo la apariencia de una daguerrotipia, ahora, en la era informática –¡ufánate, Manuel Gobino!-, cobra la forma de un palimpsesto que podría llamarse digital, integrado no por la superposición de planos, sino de transparencias, aunque un poco veladas por la niebla cercana del olvido. |