Por Marco Tello
Hombre de su medio, pero también de su tiempo, Crespo Toral exhortaba a mirar las maravillas de la propia naturaleza para trasladarlas luego a la poesía, y recomendaba encontrar en sus encantos lo que otros pueblos buscan en las exaltaciones de la pasión
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Bastante se ha escrito sobre la personalidad y la obra de Remigio Crespo Toral. Criterios autorizados han enaltecido su figura en el escenario político y cultural de finales del siglo XIX y primera mitad del XX, proyectándola sobre el telón de fondo del romanticismo ecuatoriano. El país entero y, desde luego, la apacible ciudad desde donde ejerció un liderazgo de indudable repercusión nunca escatimaron esfuerzos a fin de perpetuarlo en el imaginario colectivo.
Va a transcurrir un siglo desde cuando fulguró en laureles de oro el reconocimiento de la Patria agradecida. Los vítores que resonaron en el espacio público durante los rituales de la coronación amplificaron el eco de las exhortaciones admonitorias que el propio vate había pronunciado ocho años atrás:
“…Si queréis brillar por el ingenio, no os limitéis a levantar estatuas a vuestros escasos pensadores; no les deis piedras, en vida y en muerte, como dijo nuestro excelente humanista el doctor Tomás Rendón: dadles un puesto en la mesa y coronadles, en vida”.
Pero no satisfecha su ciudad natal con coronarlo en vida, le ha reservado un puesto de honor en el convite de la historia. En efecto, hacia el sur, en el arranque de la amplia avenida diseñada desde antiguo, con admirable premonición, para ser el eje de la expansión urbanística de Cuenca, Crespo Toral preside, desde 1960, la actual configuración de la morada urbana. Acariciado por el rumor del río y asistido por el velado encanto de las musas, fija, igual que en la cultura, la linde entre la tradición y la modernidad. Asimismo, a unas pocas cuadras, a espaldas de la efigie del varón esclarecido, arranca una de las arterias viales de mayor afluencia ciudadana, aunque con el ilustre nombre ya un poco profanado por la economía del lenguaje popular: “La Remigio”.
Cuando se vuelva la mirada al monumento, ha de ser también para no olvidar que se eleva como una perpetua evocación del fulgor inapagable que ha iluminado desde tiempo inmemorial al alma colectiva: la inclinación a poetizar la realidad. No se trata, empero, como se suele generalizar muy al pie de la letra, de una tendencia natural a la fácil versificación; se refiere más bien a una sensibilidad especial para percibir el mensaje estético que se desprende del entorno material y espiritual y, por supuesto, de una capacidad diríase ancestral para plasmar aquella percepción del universo en las diversas manifestaciones del quehacer humano. Es quizá lo que ha permitido a los habitantes del terruño vivir y sobrevivir con fervor y alegría en una ciudad constantemente relegada por el centralismo, pero impulsada por el embeleso del paisaje. Aquella inclinación ha venido a ser el don secreto que ha permitido al habitante descubrir la poesía en cualquier lugar, “…y hasta en algunos versos”, si es válido traer a colación lo que decía hace noventa años en su Buenos Aires querido el joven e irreverente Jorge Luis Borges.
Otra muestra tenemos de la profunda admiración que Cuenca ha profesado a uno de sus grandes personajes. La espaciosa morada del poeta, que da por delante hacia la calle Larga, aún desafía por la parte de atrás al barranco milenario. En esa propiedad, hoy municipal, se prolongó hace casi cien años, según reza la crónica, la celebración de “las nupcias del poeta con la gloria”. Allí, en sus salas, se fueron exhibiendo las ofrendas que llegaban desde varios rincones de la Patria como testimonio de adhesión al homenaje nacional. Allí el autor dedicó a los invitados los primeros ejemplares de Leyenda de Hernán, poema narrativo que cuenta, a lo largo de 3.498 versos, el amor desdichado de Hernán por su adorable prima Juana. Transformada desde hace varias décadas en el Museo Municipal “Remigio Crespo Toral”, la mansión patrimonial aún clama por la devolución de los preciosos bienes que algún día atesoraron sus estancias.
Hombre de su medio, pero también de su tiempo, Crespo Toral exhortaba a mirar las maravillas de la propia naturaleza para trasladarlas luego a la poesía, y recomendaba encontrar en sus encantos lo que otros pueblos buscan en las exaltaciones de la pasión. Con las diferencias generacionales de rigor, no cabe duda, sus reflexiones sobre el color local guardaban similitud con las que animaban por entonces a los poetas y narradores hispanoamericanos:
“Con filosofías y discursos –decía- no se hacen las obras que sólo la naturaleza engendra. El procedimiento para hacer poesía nacional, criolla, nacida en nosotros, criada en nosotros, sentida, vivida, consiste en pensar por propia cuenta, meditar, ver y oír, aspirar el ambiente diario de las flores de nuestro jardín, haber entera posesión de nosotros mismos, para reproducirnos en la obra artística…”
Si el poeta echaba un vistazo sobre los avatares de nuestro pasado, llegaba a la conclusión de que si bien carecemos de un alma nacional, tenemos a nuestra disposición el arte del paisaje. Sin embargo, profundo conocedor de la literatura, del arte universal, llamaba a la juventud a desprenderse por igual de los clisés del clasicismo y de los modelos que por entonces imponían las corrientes literarias europeas. Y les traía a los jóvenes de la nueva generación el ejemplo aleccionador del poeta José María Heredia, a quien atribuía el mérito de haber logrado pintar el cuadro propio, el color local, algo en lo que no habían podido acertar ni Andrés Bello ni José Joaquín Olmedo. El escritor cubano había logrado dar “con más sinceridad que los poetas antillanos de habla española, más que todos los de su tiempo, la sensación del trópico, su poesía muelle, la intensidad de su luz y el alma de su naturaleza, a la que se incorporó esa otra alma inmensa de los conquistadores”.
Ser americano, sentenciaba, consiste en “expresar nuestro sentir, nuestra manera de observar, la cadencia no aprendida de nuestro canto. No pensemos con ajena cabeza, no sintamos el dolor en los libros sino en nuestra vida. No se avergüence nadie de trasladar al lienzo el paisaje interior, siempre que sea hermoso; pues el arte no se hizo para bajar sino para subir, y las llagas del cuerpo y la lepra del alma no quedan en la literatura, sino sólo, y por excepción, en las preciosidades de la forma…”
¿Consiguió Remigio Crespo Toral plasmar en su obra poética aquella idea innovadora de volver la mirada hacia lo propio para pulsarlo luego en las cuerdas de la expresión lírica? Es lo que deberían averiguar los jóvenes de la actual generación. Por fortuna, gracias al adelanto experimentado por el sistema educativo, deben contar para ese propósito con un mejor afinamiento perceptivo, con nuevos bríos, recursos e instrumentos críticos.
Una cosa, sin embargo, parece cierta. El curso apresurado de aquellas cavilaciones –repitamos la idea– era el mismo que seguía la corriente del pensamiento estético hispanoamericano que en esa época movía a los escritores cuando intentaban construir, con los materiales de lo que era propio en cada país, la realidad y la ficción. En este sentido, son fecundas y no desprovistas de actualidad las reflexiones del doctor Remigio Crespo Toral, vertidas en una prosa de veras cautivante.
Pero sería injusto y poco sensato deplorar, desde fuera del contexto, el que una mente poseedora de tan vasta erudición y dotada de tantos dones para indagar en el pasado y avizorar el porvenir, no haya intuido, en el encierro de la pequeña ciudad amurallada en el paisaje, que el ser humano, como había proclamado mucho antes José Martí, no puede hallar la felicidad en una sociedad injusta. Al contrario, Crespo Toral estaba seguro de que la invasión conquistadora, si bien nos privó de la libertad, nos dio a cambio “más altas y sobradas cosas”. En los Andes neblinosos, la bruma ideológica no dejaba ver que aquella invasión también nos había cortado las alas.