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Caricatura de Efraín Jara, elaborada por Marco Antonio Sánchez en 1956. Panorama marino de Galápagos. |
En 1956 la revista Ecran publicó un texto de Jara Idrovo titulado Panorama Íntimo de Floreana, donde se aprecia el impacto de ese paraje cósmico en el espíritu del poeta. Lo reproducimos, como testimonio de una etapa existencial del poeta que al vivir en ese espacio marino tuvo un impactante encuentro con su propio ser.
Al cumplir 90 años, el poeta ecuatoriano Efraín Jara Idrovo (Cuenca, febrero de 1926) presentó su poemario Grandes Textos Líricos. En los años 50 del siglo pasado él interrumpió su carrera de Derecho para remontarse a Galápagos, radicándose dos años en la isla Floreana. La soledad telúrica del Archipiélago enriqueció su vocación literaria en la que el amor, el tiempo, el sexo o la muerte son temas recurrentes de toda su producción. “La vida en las islas me enseñó a que nada pase inadvertido. Demorarse en todo larga y pacientemente viendo algo hasta agotar con el ojo la realidad de ese objeto, de manera que uno no necesite nunca volverlo a ver para saber exactamente con toda minucia y detalle cómo es… Yo soy un mirón empedernido. Tengo grabados con nitidez los corales, los pececillos o la espina de un erizo en la memoria”, dijo en una entrevista que dio a Rolando Tello, publicada en “El Comercio” en 1995.
También dijo: “En Galápagos tuve por primera vez un encuentro genuino con mi propio ser. De la experiencia salí con una carga vital enorme, metamor- foseado, y desde entonces he vivido un poco de los réditos. El ambiente obra mágicamente sobre uno al vivir fuera del tiempo una existencia paradisíaca, al margen de todos los problemas, dedicado a ahondar en sí mismo. Esas expe- riencias enérgicas dan formas de expresión ricas, trascendentes”.
El libro que acaba de publicar, editado por el Ministerio de Cultura, reco- pila textos poéticos seleccionados de toda la producción de Jara Idrovo, para rendirlo homenaje en su cumpleaños número 90.
Panorama Íntimo de Floreana
Efraín Jara Idrovo
Floreana, la pequeña isla donde yo hice la vida como maestro y pes- cador, surge en la soledad del mar a manera de un monumento que conmemora una catástrofe. Ni la verde máscara de espesura con que las lluvias de invierno ocultan o dulcifican el rostro rugoso y sombrío de la pie- dra; ni el pequeño huerto labrado con esfuerzo y amor; ni los niños sentados sobre los bloques basálticos con el silabario entre las manos, ni las manadas de asnos silenciosos que vagan por los senderos, ramoneando y mutiplicándose, nada, en fin, alcanza a velar los signos, las señales del cataclismo al que la isla debe su origen.
Porque al principio (¡oh viejo Hesíodo!) fue el Caos. Imperó el furor, la ciega portentosa actividad de los elementos. El mar agitóse convulso. Gigantes olas alzáronse amenazadoras y, al no hallar en la dilatada soledad oceá- nica nada en que resolver su porfía, volviéronse unas contra otras, chocaron con salvaje violencia levantando coléricos torbellinos de espuma. Adentro, donde ya no llega la luz, las criaturas marinas, puestas de puntillas sobre el instinto, presentían, temerosas, la inminencia de la catástrofe. Un trueno sordo retumbaba en las profun- didades, estremecía las aguas, desarraigaba las algas, ahuyentaba los peces. Roto el ritmo milenario, todo pa- recía distenderse, agitarse como la respiración en el orgasmo o el parto.
A la edad de 90 años, el poeta mantiene las inquietudes literarias de toda la vida.
De pronto, la terrible presión de las fuerzas plutónicas desgarró el fondo submarino. Enormes extensiones del piso oceánico temblaron mientras la garra del fuego interno hurgaba, sulfúrica, las entrañas del agua. Lo mismo que la maleza de una espantosa pústula que empezara a drenar por múltiples bocas, así manaban los materiales ígneos, sacudiendo, enturbiando, abrazando el seno del mar. Inmensas cantidades de vapor, gas, piedras y cenizas sometidas a la temperatura del hierro en fusión, eran lanzadas a través de las grietas abiertas por la agitación subterránea. A su contacto, las aguas relucían con siniestro fulgor, gemían al transfor- marse en silbantes nubes de vapor que se abrían paso a través de la masa líquida hasta ganar la superficie. Afue- ra, las multitudes errantes de vapor, las olas enloqueci- das y un bullente manto de piedra pómez, mantenida a flote por el gas contenido en ella, delataban la dolorosa gestación en la que se hallaba empeñada la naturaleza al fondo del océano.
Efraín y su esposa Atala Jaramillo, cuando en 1955 fueron de luna de miel a las islas. La rústica vivienda en la isla Flo- reana, al fondo
Por años, por siglos talvez, persistió el conflicto entre las potencias del fuego y las del mar. Los materiales expelidos fueron depositándose en torno a las fracturas de la corteza, usurpando la soberanía del océano, conformando los conos eruptivos que, llegados a su período de vigor juvenil, desencadenaron aluviones de roca líquida, sobre cuyos infernales peldaños la furia volcánica ascendió hasta alcanzar el nivel de las aguas.
Extraños chorros de vapor, polvo y grandes fragmentos de roca expelidos con ímpetu terrorífico acompañaron a la irrupción del lomo torturado de la isla. Los anillos de los conos dejaban escapar siniestros bramidos y columnas de vapor y cenizas que, al ganar altura, flotaban sobre los cráteres como una nube de amenaza y devastación. Al condensarse estos materiales, tormentas de lodo se precipitaron por las pendientes de los volcanes y en sucesivas oleadas se dirigieron al mar, esculpiendo el semblante arcaico de la isla. Gemían las aguas al re- cibir en su seno los productos eruptivos en estado incandescente.
Retrocedían convulsas ante el peligro de verse convertidas en ululantes torbellinos de vapor.
De este modo, enfoscada en una suerte de matriz ígneallamas, vapor, nubes saturadas de polvo calenta- do al rojo- y a partir de un punto central, Floreana principió a enarcar su espinazo incandescente, a expandirse y levantarse en medio de la infinita soledad del océano. En el confín del horizonte, bajo un idéntico cielo de conflagración, sus hermanas, las otras islas del Archipiélago, pugnaban por conformar su ardiente zócalo.
El espectáculo que ofrecía Floreana cuando las nubes de vapor comenzaron a disiparse era extraordinario similar, hasta cierto punto, al de los grupos de islotes que hoy día escoltan a las islas mayores: conos de aristas vivas y siniestras como la dentadura de tiburón, emergiendo aquí y allá entre las aguas revueltas. Al centro, destacándose por la altura y magnitud del cráter, el embudo ciclópeo del volcán “Paja”, padre y protector de la isla, por quien las lluvias acuden con puntualidad y el agua de las vertientes late y rumorea en verano como el corazón de los adolescentes. Pero al apaciguarse el furor eruptivo, los conos dispersos en el mar dejaron de mirarse hostiles y, urgidos por aquella extraña ley que determina que las soledades se busquen y fundan, estrecháronse en abrazo apasionado. Fue, entonces, cuando lo s mantos de lava cubrieron con su miel de piedra anti- gua formación de tobas rojizas, provenientes de la compactación de los materiales sueltos regurgitados por los cráteres. Ahora ya no era la demencia explosiva sino un sordo estertor, como el de una bestia herida de muerte, lo que definía el ritmo de conformación de la isla. Copiosas corrientes de lava muy fluida manaban de los cráteres y grietas en sucesivas mareas avanzaban hasta fusionarse con las corrientes de otros volcanes, ligados por la base. Olas de piedra líquida, incandescente, oponiendo su soberanía a la de las altivas e inacabables del mar: así, Floreana, hija de la violencia, recortó su espinazo de animal fabuloso en el desamparo del océano.
Sin embargo, a pesar de tantos eones, en los que la vida se ha empeñado en velar los rasgos conminatorios de la isla con la multiplicidad armoniosa de sus formas, violencia y arrebato se patentizan donde el ojo se pose. Algo de la furia original con que la isla se impuso a la omnipotencia de las aguas subsiste en los seres, rige sus procesos y les presta una textura singularísima.Vegetal, bestia y hombre obstínanse poderosamen- te por preservar en su ser. No es la tensión sino la coli- sión brutal la ley que regula la relación entre las cosas y las criaturas. Cada ser trata de mantenerse en la vida luchando contra los demás, sofocándolos, anonadándolos. Esto agudiza en cada uno de ellos –especie o individuo- la noción de la perseverancia; potencia la capacidad biótica; afina y perfecciona los medios de ataque y defensa. La planta (tuna, algarrobo, “uña de gato”, acacia o limonero) vigorizan la raíz, hurgan entre las fracturas de la lava en busca de sustentación y humedad, aprontan la espina contra el intruso que se interna en sus do- minios o alarga la mano, codicioso de sus frutos. Aquí, la piel del animal (buey, cerdo, lobo de mar o tiburón) de cuplica la resistencia al proyectil y al cuchillo. Los cuernos, los colmillos y los dientes son mortales para quien se pone a su alcance. La vitalidad de los animales es sorprendente. Una res o un verraco cimarrones continúan acometiendo peligrosamente, a pesar del número y lo certero de los disparos. Resulta explicable, entonces, la brutalidad de los procedimientos de caza. El cazador extrema el sistema y éste truécase en carnicería. La resistencia del lobo de mar, por ejemplo, desespera hasta el ensañamiento. Una vez que se lo golpea con el leño en la cabeza, ya no se puede parar de hacerlo sino por ago- tamiento. Si al tábano se le arranca la cabeza continúa volando. El hombre mismo, ése que se llama Luis o Víctor, que juega a las damas por las noches y canta pasillos con persuasiva melancolía, no escapa a la ley dominante de la agresividad. Cuando no dispara, golpea o degüella, afila el cuchillo o limpia la carabina. Una vez en el mar o el monte, ya no piensa. Se abandona a los impulsos más oscuros y elementales. Mientras observa un rastro, apunta al blanco apresta el cuchillo, hay algo en su actitud que recuerda el temblor y la humedad de las fauces del animal de presa. Morir es, para él, un acto más decisivo que cruzar la puerta de la habitación.
Donde muéstrase más enconada la violencia es en el encuentro entre la costa y el mar. Sin poder desen- tenderse nunca de su soberanía lesionada por la irrupción de la piedra, las aguas merodean en torno a la ribera, baten los acantilados, hurgan con diestra garra el riñón de la roca afanosas de reconquistar sus dominios.
La fuerza demoledora del mar se hizo sentir desde el momento mismo en que los conos volcánicos, a modo de un grupo de muchachas que se despojan de sus vestiduras, vertieron incesantes torrentes de lava cuyas lenguas, al avanzar humeantes entre las olas, esculpieron el perfil de la costa, en razón de la mayor o menor resistencia que las aguas ofrecieron a su cauce, enriqueciendo el litoral de ensenadas, caletas, esteros, puntas y arrecifes. Luego vino la lenta y pertinaz entalladura por acción de las mareas, las corrientes y las olas. De esos tres agentes de conformación, las mareas han sido las menos eficaces. Sólo han operado ahí donde bahías estrechas en- frentaron el ímpetu colosal de los aguajes. Las corrientes, en cambio, constituyeron un factor decisivo en el modelado del relieve costanero.