Por Marco Tello

Marco Tello

Una vez restituido el color originario de los sueños, vuelves a ser visible frente al cristal mal azogado del espejo, sustituido aquí por un triángulo de sombra que se ha formado dentro de la habitación, donde tú despuntas de modo inconfundible

 

--¿Es mi otro Yo el que forcejea igual que una “i” recién decapitada? 

-No –te respondes-. Soy yo quien me observo desde la esquina del mural.

     En efecto, eres tú el que delira, ochenta años después, un pie fuera de la sábana –cual remo en un bote abandonado-, ya libre del doloroso picor en el arranque de los dedos. 

     El desvarío aviva la impresión de que el zapato no acaba de caer, de medio lado, rebotando en el piso, la caña abierta, reblandecida –como todo objeto deformado por el contacto humano-, el nudo corredizo, el pasador desflecado en los extremos. Es el motivo por el cual no cesa la presión, pues el dolor se concentra en el empeine, tal vez porque el pie izquierdo, inmóvil en el travesaño de la silla, demoró en reponerse del maltrato cuando fue liberado de la opresión del hule; tal vez –di la verdad, Manuel Gobino-,  porque nunca hallaste una horma  que calzara a la medida del pie izquierdo, secretamente más pequeño que el derecho. 

     Pero no emana del zapato este olor a curtiembre que cunde por la habitación, sino  de toda la barriada en una tarde de feria, al costado del pueblo, setenta años atrás: betuneros, tiendas de calzado, zapateros encorvados sobre mesas en las que no cabe una tachuela. Subes por las gradas enmohecidas y recorres las carpas, probándote varios pares hasta encontrar uno en el que, por casualidad, calzas a la perfección; te lo pruebas ante un espejo de cristal mal azogado que tarda en devolverte la figura completa. Levantas la caída de los pantalones: un paso al frente, al costado, retrocedes y, al final, abandonas la tienda con la alegría de un antiguo veneciano que estrenara los zapatos papales; pero luego de la primera puesta, a pesar de los prodigios del betún, estos no  alcanzan a disimular el modesto linaje camuflado para la feria: se fruncen los tafiletes, se acentúa el desgaste en las esquinas de los tacos mal estaquillados, y ofrecen una inexplicable resistencia a caminar, el uno revuelto hacia el norte; el otro, hacia el sur, según fuera el norte de sus antiguos dueños. 

 De modo que el malestar que te acomete al rememorar el roce del zapato en el empeine viene a ser el resultado de una cadena de aconteceres triviales, no dignos de contar, pero que han dado curso a

 

cierto sentimiento involuntario de inutilidad, ya que nada en particular has hecho para cumplir ochenta y siete años de edad, la tercera parte de los cuales, si llevas bien la cuenta, permaneciste dormido, confiado al vaticinio del abuelo:

     -Yo sé que vivirás largo, hijo –te anunció un día, a la llegada de la escuela.

     -¿Cómo lo sabes, abuelo?

     -Lo sé por tu mala memoria –dijo, poniéndote los dedos en la nuca. 

     En vez de verte agonizar de un ataque de risa, en vez de mirarte pintado en un ángulo del mural, él habría preferido para ti el destino de quienes se hicieron dignos de pervivir más allá de la muerte porque antes de llegar a la mitad de tus años ya se fueron, cuidando de que no les mordiera los talones el olvido; y tú dieras el tiempo vivido y hasta la fracción de instante que te faltare por vivir, si pudieras, a cambio, rescatar un pedacito del cielo de la infancia, un triangulillo así, de este color y esta medida, durante la tregua momentánea que concede la agonía, en donde cabe la intemporalidad que transmite el recuerdo del antiguo reloj, en la torre inconclusa, detenido para siempre a las XI, quizás para marcar con precisión la eternidad.

     Allí recobraría su esplendor originario el color indescriptible de los sueños: el azul que cae abigarrado de abismo en abismo hasta disiparse, sin dejar de ser azul, en lo que el ojo profano llama lejanía; el rojo exasperado del primer hilillo de sangre que acompaña al balido ya inaudible de la oveja destinada al sacrificio; la serenidad de una laguna asida a los colores del arcoíris, en medio de un manto de verdor que ondula encima de la hierba. Pero no es el velo delicadamente lila que se deslizaba sobre el hombro de la cordillera cuanto preferirías evocar, sino el arroyuelo transparente que corría veloz persiguiendo a los peces. 

     Una vez restituido el color originario de los sueños, vuelves a ser visible frente al cristal mal azogado del espejo, sustituido aquí por un triángulo de sombra que se ha formado dentro de la habitación, donde tú despuntas de modo inconfundible, a lo vivo, mejor que en el cuadro, tal como aún se podría reconocer, en un fresco pintado hace mil años, cuál de los allí presentes en el funeral era el muerto.

 

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