Por Julio Carpio Vintimilla
En la Época Colonial, los cargos públicos -- y bastantes bienes y privilegios dispensados por la realeza -- se vendían al mejor postor. En la Época Republicana, tales puestos se concedían a los parientes, a los amigos, a los partidarios. Entonces, ¿lo nuevo es sólo el crecimiento enorme y la agravación alarmante del fenómeno? Así es. Pero también, al mismo tiempo, estamos yendo más lejos aún: La corrupción empieza a dañar la vida entera de los países y compromete malamente su desarrollo lejos aún: La corrupción empieza a dañar la vida entera de los países y compromete malamente su desarrollo
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El nuevo ministro encuentra, sobre su escritorio, una policroma cajita. Con la natural curiosidad de lo inesperado, la abre: ¡un fajo grande de billetes de alta denominación! ¡Ah, caray…! Casi de inmediato, suena su teléfono directo. Una coqueta voz femenina le dice: Doctor Benítez (apellido supuesto), el personal del ministerio le agradece a usted su colaboración… Unos días después, la misma voz le informa: Señor ministro, en el Hotel Excelsior, (también supuesto) hay una suite que, en adelante, siempre estará a su disposición… Chismes oficinescos: La guapa secretaria de una de las secciones suele concurrir a dicho hotel. Al poco rato, llega el ministro… (¡Ya entró en el juego!) Por otra parte, este alto funcionario es prácticamente un rehén de sus subordinados. Un individuo grandón -- el auténtico cancerbero -- impide el acceso a quienes lo buscan. Cierta vez, un funcionario provincial -- para poder entrar -- había tenido que abrirse paso a empellones y casi a golpes. (Ocurría en Quito, durante la década de los ochenta. Lo oímos contar, con abundancia de señas, a un economista, en un coffee break -- descanso, anglicismo entonces en boga -- de un curso universitario de especialización. Al paso: Nadie pareció sorprenderse… Agregado necesario: Aceptemos que el asunto, en sus líneas generales, fuera verdadero.) En años siguientes, supimos de cosas bastante más gordas: Cierto funcionario, de una petrolera internacional, disponía de una buena suma de dinero, para “tener contentos” a los mandamases del país… Una condesa europea usaba sus atractivos personales, y su chequera, para venderle armas al gobierno de turno… El quince por ciento de la comisión ministerial -- ya, informalmente, bien establecido -- se incluía, disimulándolo, en todas las propuestas de las compañías constructoras y de los abastecedores del gobierno… / ¿Sabido? Sí, señor. Pero rara vez bien comprendido. Expliquémonos.
Como casi todo lo humano, la corrupción puede ser muy antigua. Sabemos, en efecto, que, en la Época Colonial, los cargos públicos -- y bastantes bienes y privilegios dispensados por la realeza -- se vendían al mejor postor. Luego, en la Época Republicana, tales puestos se concedían a los parientes, a los amigos, a los partidarios. (Nepotismo de siempre o lo que, hoy, se suele denominar tráfico de influencias.) Entonces, ¿lo nuevo es sólo el crecimiento enorme y la agravación alarmante del fenómeno? Así es. Pero también, al mismo tiempo, estamos yendo más lejos aún: La corrupción empieza a dañar la vida entera de los países y compromete malamente su desarrollo. Y eso es eso. Y ese peligro nos está amenazando.
Hemos llegado pronto al centro del asunto. Detalle muy importante: La corrupción es, en muchos países, un fenómeno estructural; sistémico, dicen algunos entendidos. Ya no se trata, entonces, sólo de corruptos individuales. (Que quizás nunca los hubo, realmente; o siempre fueron muy pocos.) Hoy día, hay verdaderas y grandes organizaciones de semejante clase. Es decir, en ellas, unas personas mandan, otras actúan, otras participan, otras secundan, otras protegen; y, bastantes, reciben pequeños beneficios y, por tal razón, las apoyan. Y, al costado de todas estas gentes, otras muchas, muchísimas, se encogen de hombros, disimulan, callan, soportan… He ahí la parte activa y pasiva de la cuestión; el cometer y el omitir. Bueno, en el ejemplo inicial, las cosas ya estaban bien claras: Se había formado una eficaz organización de los mandos medios. Y estos manejaban el ministerio, según sus corporativos y bastardos intereses. Consecuencia del hecho: Cualquier nuevo ministro sólo tenía un par de opciones. Una: Dejar hacer, dejar pasar… Y recibir. Dos: Denunciar a la organización; con todo lo que esto significaba en molestias, en dificultades y, aun, en peligros y venganzas. Un dilema, pues, para cualquier político… Y no pequeño.
La corrupción empieza a dañar la vida entera de los países y compromete malamente su desarrollo. Y eso es eso. Y ese peligro nos está amenazando. |
Avancemos. Si el ministro elegía la primera opción, el mal obviamente seguía; y tendía a perpetuarse. Si elegía la segunda, había que arriesgarse y pelear; y esperar que, finalmente, la quijotada saliera bien… (Lo cual -- en estos semiocultos y enrevesados asuntos -- es siempre más o menos difícil. El agua puede hacerse lodo…) Para señalar y destacar: Los mandos medios ya no servían a la gente del país; a quienes les pagaban sus sueldos. Muy al contrario: Se estaban sirviendo de ella, abusando de ella, perjudicándole a ella… Tal cosa, por supuesto, es poner patas arriba a la administración pública. Peor aún: Es asociarse para delinquir. Aquí está la aberración de los corruptos. ¿Nos damos cuenta, cabalmente, de la gravedad de tal situación? Por las actitudes que, en general, estamos mostrando, nos tememos que no.
Y, con bastante frecuencia, la corrupción llega, incluso, a autojustificarse. ¿No lo cree? Bueno, pruebas al canto. La más conocida disculpa es la del mesero: Si gano poco, tengo que recibir propinas… Otra es la del policía que sugiere coimas: Yo recibo algo y el infractor se libra de hacer unos trámites molestos… (Relativamente “persuasiva”, hasta cuando, este sujeto, avezado, empieza a inventar infracciones.) Una tercera es la del empleado “realista”: Yo recibo un pago y la empresa interesada se evita unos trámites interminables… (Es la observación que se atribuía a Alejandro Serrano Aguilar: La burocracia pone dificultades, para vender facilidades.) De otro modo: La coima sería, así, el aceite que la pesada maquinaria gubernamental necesita para funcionar bien; un mal necesario y, en el fondo, no tan malo…
Y hay también justificaciones cínicas. Por ejemplo, aquella máxima que -- según se dice -- vino de México: Un político pobre es, realmente, un pobre político… Conclusión de lo último: Con disculpas y pretextos, todos pueden quedar más o menos bien; o, por lo menos, mantener las apariencias. (Nota.- No crea usted que, en estos casos, los corruptos sí son individuos aislados. El mesero depende del jefe del comedor; el policía depende del comisario, que asigna las localizaciones del personal; el burócrata “realista” responde ante el jefe de sección; y el político rico bien puede ser un ministro, audaz y desaprensivo, que supo dominar a la organización de los mandos medios o se arregló con ella… La mayoría de los pájaros tiene su bandada.) Y hemos dejado, intencionalmente, para el final de este punto, la justificación del alto político, el colmo de los colmos: Algunas corrupciones nacionales reciben el apoyo de los progresistas -- y hasta son defendidas en los foros internacionales -- cuando se las presenta con el papel de seda de la retórica de la izquierda. Y esto no es una opinión; es un hecho. Ahí están ellas -- una media docena; todas grandísimas, orondas e imponentes -- delante de sus propios ojitos. Cuéntelas y nomínelas.
Unas observaciones, para terminar. Primera. James Nielson afirma que la corrupción -- el largo saqueo de los fondos públicos de la Argentina -- está entre las principales causas de la decadencia del país. Dos. No se puede ser, al mismo tiempo, un país desarrollado y un país corrupto. Tres. El mal sólo ha podido controlarse, efectivamente, en las democracias occidentales avanzadas. Cuatro. Los populismos crean una atmósfera ideal para la corrupción. Cinco. Ésta puede ser una enfermedad terminal de la sociedad. Puede liquidarla. Y cerremos con una frase del Papa Francisco: La corrupción es el Anticristo. / Nada menos…